Juan Ramón Jiménez
Prologuillo
Suele creerse que yo escribí
Platero y yo para los niños, que es un libro para niños.
No. En 1913, "La Lectura ", que sabía
que yo estaba con ese libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas
más idílicas para su "Biblioteca Juventud" Entonces, alterando la
idea momentáneamente, escribí este prólogo:
Advertencia a los Hombres que lean este libro para niños
Este breve libro, en donde la
alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, está escrito para...
¡Qué sé yo para quién!..., para quien escribimos los poetas líricos... Ahora
que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien!
"Dondequiera que haya
niños- dice Novalis-, existe una edad de oro". Pues por esa edad de oro
que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y
se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que
abandonarla nunca.
¡Isla de gracia, de frescura y
de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de
duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el
trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!
El Poeta
Madrid, 1914
Madrid, 1914
I- PLATERO
Platero es pequeño, peludo, suave;
tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo
los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal
negro.
Lo dejo suelto, y se va al
prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas
rosas, celestes y gualdas.... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y
viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué
cascabeleo ideal....
Come cuanto le doy. Le gustan
las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos
morados, con su cristalina gotita de miel....
Es tierno y mimoso igual que un
niño, que una niña ... pero fuerte y seco como de piedra. Cuando paso sobre él
los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos
de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
--Tiene acero ...
--Tiene acero. Acero y plata de
luna, al mismo tiempo.
II - MARIPOSAS
BLANCAS
La noche cae, brumosa ya y
morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia.
El camino sube, lleno de sombras, de cansancio y de anhelo. De pronto, un
hombre oscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la
luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas
de carbón. Platero se amedrenta.
- ¿ Ba argo ?
- Vea usted... Mariposas
blancas...
El hombre quiere clavar su
pincho de hierro en el seroncillo, y no lo evito. Abro la alforja y él no ve
nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los
Consumos...
III - JUEGOS DEL
ANOCHECER
Cuando, en el crepúsculo del
pueblo, Platero y yo entramos, por la oscuridad morada de la calleja miserable
que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos.
Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...
Después, en ese brusco cambiar
de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas
sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes.
- Mi padre tié un reló e plata.
- Y er mío, un cabayo.
- Y er mío, una ejcopeta.
Reloj que levantará a la
madrugada, escopeta que no matará el hombre, caballo que llevará a la
miseria...
El corro, luego. Entre tanta
negrura una niña forastera, que habla de otro modo, la sobrina del Pájaro
Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente,
cual una princesa:
Yo soy laaa viudiiitaa
del Condeee de Oree...
del Condeee de Oree...
... ¡ Sí, sí ! ¡ Cantad, soñad,
niños pobres ! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os
asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.
- Vamos Platero...
IV - EL ECLIPSE
Nos metimos las manos en los
bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca,
igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo
en su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su verde, cual
si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y
algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura las azoteas !
Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor,
pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse.
Mirábamos el sol con todo: con
los gemelos de teatro, con el anteojo de larga vista, con una botella, con un
cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde la escalera del
corral, desde la ventana del granero, desde la cancela del patio, por sus
cristales granas y azules...
Al ocultarse el sol que, un
momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus
complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del
crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y
luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin
cambio. ¡ Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, las torre, los
caminos de los montes !
Platero parecía, allá en el
corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro...
V - ESCALOFRÍO
La luna viene con nosotros,
grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven, vagamente, no sé qué
cabras negras, entre las zarzamora... Alguien se esconde, tácito, a nuestro
pasar... Sobre el vallado, un almendro inmenso, níveo de flor y de luna,
revuelta la copa con una nube blanca, cobija el camino asaeteado de estrellas
de marzo... Un olor penetrante a naranjas... humedad y silencio... La cañada de
las Brujas...
- ¡ Platero, qué... frío !
Platero, no sé si con su miedo
o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es
como si un enjambre de claras rosas de cristal se enredara, queriendo
retenerlo, a su trote...
Y trota Platero, cuesta arriba,
encogida la grupa cual si alguien le fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza
suave, que parece que nunca llega, del pueblo que se acerca...
VI - LA MIGA
Si tú vinieras, Platero, con
los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes.
Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera - el amigo de la Sirenita del Mar, que
aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa
toda, carne y oro, en su verde elemento - ; más que el médico y el cura de
Palos, Platero.
Pero, aunque no tienes más que
cuatro años, ¡ eres tan grandote y tan poco fino ! ¿ En qué sillita te ibas a
sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te
bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo ?
No. Doña Domitila - de hábito
de Padre Jesús de Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que
Reyes, el besuguero - , te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un
rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las
manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel
ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le
ponen al hijo del aperador cuando va a llover...
No, Platero, no. Vente tú
conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como
de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro,
el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las
barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.
VII - EL LOCO
Vestido de luto, con mi barba
nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando
en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo a las viñas,
cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos,
aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas
barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente.
- ¡ El loco ! ¡ El loco ! ¡ El
loco !
... Delante está el campo, ya
verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos - ¡ tan
lejos de mis oídos !- se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez
sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sin fin del
horizonte...
Y quedan, allá lejos, por las
altas eras, unos agudos gritos, velados finalmente, entrecortados, jadeantes,
aburridos...
- ¡ El lo... co ! ¡ El Lo... co
!
VIII - JUDAS
¡ No te asustes, hombre ! ¿ Qué
te pasa ? Vamos, quietecito... Es que están matando a Judas, tonto.
Sí, están matando a Judas.
Tenían puesto uno en el Monturrio, otro en la calle de Enmedio, otro, ahí, en
el Pozo del Concejo. Yo los vi anoche, fijos como por una fuerza sobrenatural
en el aire, invisible en la oscuridad la cuerda que, de doblado a balcón, los
sostenía. ¡ Qué grotescas mescolanzas de viejos sombreros de copa y mangas de
mujer, de caretas de ministros y miriñaques, bajo las estrellas serenas ! Los
perros les ladraban sin irse del todo, y los caballos, recelosos, no querían
pasar bajo ellos...
Ahora las campanas dicen,
Platero, que el velo del altar mayor se ha roto. No creo que haya quedado
escopeta en el pueblo sin disparar a Judas. Hasta aquí llega el olor de la
pólvora.
¡ Otro tiro ! ¡ Otro !
... Sólo que Judas, hoy,
Platero, es el diputado, o la maestra, o el forense, o el recaudador, o el
alcalde, o la comadrona; y cada hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño
esta mañana del Sábado Santo, contra el que tiene su odio, en una superposición
de vagos y absurdos simulacros primaverales.
IX - LAS BREVAS
Fue el alba neblinosa y cruda,
buena para las brevas, y, con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica.
Aún, bajo las grandes higueras
centenarios, cuyos troncos grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una
falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas - que se
pusieron Adán y Eva- atesoraban un fino tejido de perlillas de rocío que
empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se veía, entre la baja
esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los velos incoloros
del oriente.
... Corríamos, locos, a ver
quién llegaba antes a cada higuera. Rociillo cogió conmigo la primera hoja de
una, en un sofoco de risas y palpitaciones. - Toca aquí. Y me ponía mi mano,
con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una
menuda ola prisionera - . Adela apenas sabía correr, gordinflona y chica, y se
enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas maduras y se
las puse sobre el asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera.
El tiroteo lo comenzó Adela,
enfadada por su torpeza, con risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me
estrelló una breva en la frente. Seguimos Rociillo y yo y, más que nunca por la
boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca,
en un griteró agudo y sin tregua, que caía, con las brevas desapuntadas, en las
viñas frescas del amanecer. Una breva le dio a Platero, y ya fue él blanco de
la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su
partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones,
como una metralla rápida.
Un doble reír, caído y cansado,
expresó desde el suelo el femenino rendimiento.
X - ¡ ÁNGELUS!
Mira, Platero, qué de rosas
caen por todas partes: rosas azules, rosas, blancas, sin color... Diríase que
el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los
hombros, las manos...¿ Qué haré yo con tantas rosas ? ¿ Sabes tú, quizás, de
dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día,
el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste - más rosas, más
rosas- , como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria de rodillas ?
De las siete galerías del
Paraíso se creyera que tiran rosas a la tierra. Cual en una nevada tibia y
vagamente colorida, se quedan las rosas en la torre, en el tejado, en los
árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas, más
rosas, más rosas...
Parece, Platero, mientras suena
el ángelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza
de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en
surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden ya entre las
rosas... Más rosas... Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente
al cielo, son dos bellas rosas.
XI - EL MORIDERO
Tú, si te mueres antes que yo,
no irás Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al
barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los
caballos y los perros que no tienen quien que quiera. No serás, descarnadas y
sangrientas tus costillas por los cuervos - tal la espina de un barco sobre el
ocaso grana- , el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la
estación de San Juan, en el coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las
almejas podridas de la gavia, el susto de los niños que, temerarios y curiosos,
se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando salen, las
tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados por los pinares.
Vive tranquilo, Platero. Yo te
enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña , que a ti tanto te
gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán
las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me
traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal y el ruido de
la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros,
los chamarices y los verdones te pondrán, el la salud perenne de la copa, un
breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul
constante de Moguer.
XII - LA PÚA
Entrando, en la dehesa de los
Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo...
- Pero, hombre, ¿ qué te pasa ?
Platero ha dejado la mano
derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin
tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin
duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado
la ranilla roja.
Una púa larga y verde, de
naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda.
Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al
pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente la lama,
con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la
mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en
la espalda.
XIII - GOLONDRINAS
Ahí la tienes ya, Platero,
negrita y vivaracha, en su nido gris del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido
respetado siempre.
Está la infeliz como asustada.
Me parece que esta vez se han equivocado las pobres golondrinas, como se
equivocaron, la semana pasada, las gallinas, recogiéndose en su cobijo cuando
el sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo la coquetería de levantarse
este año más temprano, pero ha tenido que guardar de nuevo, tiritando, su
tierna desnudez en el lecho nublado de marzo.
¡ Da pena ver marchitarse, en
capullo, las rosa vírgenes del naranja !
Están ya aquí, Platero, las
golondrinas y apenas se las oye, como otros años, cuando el primer día de
llegar lo saludan y lo curiosean todo, charlando sin tregua en su rizado
gorjeo. Le contaban a las flores lo que habían visto en África, sus dos viajes
por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias de los
barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches con estrellas ...
No saben qué hacer. Vuelan
mudas, desorientadas, como andan las hormigas cuando un niño les pisotea el
camino. No se atreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línea
recta con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de los pozos, ni a
ponerse en los alambres del telégrafo, que el norte hace zumbar, en su cuadro
clásico de carteras, junto a los aisladores blancos... ¡
Se van a morir de frío, Platero
!
XIV - LA CUADRA
Cuando, al mediodía, voy a ver
a Platero, un transparente rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de
oro en la plata blanda de su lomo. Bajo su barriga, por el oscuro suelo,
vagamente verde, que todo lo contagia de esmeralda, el techo viejo llueve
claras monedas de fuego.
Diana, que está echada entre
las patas de Platero, viene a mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho,
anhelando lamerme la boca con su lengua rosa. Subida en lo más alto del
pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de un lado y de
otro, con una femenina distinción. Entre tanto, Platero, que, antes de entrar
yo, me había ya saludado con un levantado rebuzno, quiere romper su cuerda,
duro y alegre al mismo tiempo.
Por el tragaluz, que trae el
irisado tesoro del cenit, me voy un momento, rayo de sol arriba, al cielo,
desde aquel idilio. Luego, subiéndome a una piedra, miro al campo.
El paisaje verde nada en la
lumbrarada florida y soñolienta, y en el azul limpio que encuadra el muro
astroso, suena, dejada y dulce, una campana.
XV - EL POTRO
CASTRADO
Era negro, con tornasoles
granas, verdes y azules, todo de plata, como los escarabajos y los cuervos. En
sus ojos nuevos rojeaba a veces un fuego vivo, como en el puchero de Ramona, la
castañera de la plaza del Marqués. ¡ Repiqueteo de su trote corto, cuando de la Friseta de arena, entraba,
campeador, por los adoquines de la calle Nueva ! ¡ Qué ágil, qué nervioso, qué
agudo fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos !
Pasó, noblemente, la puerta
baja del bodegón, más negro que él mismo sobre el colorado sol del Castillo,
que era fondo deslumbrante de la nave, suelto el andar, juguetón con todo.
Después, saltando el tronco de
pino, umbral de la puerta, invadió de alegría el corral verde y de estrépito de
gallinas, palomos y gorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres, cruzados los
velludos brazos sobre las camisetas de colores. Lo llevaron bajo la pimienta.
Tras una lucha áspera y breve, cariñosa un punto, ciega luego, lo tiraron sobre
el estiércol y, sentados todos sobre él, Darbón cumplió su oficio, poniendo un
fin a su luctuosa y mágica hermosura.
Thy
unus'd beauty must be tomb'd with thee,
Which used, lives th'executor to be,- dice Shakespeare a su amigo.
Which used, lives th'executor to be,- dice Shakespeare a su amigo.
... Quedó el potro, hecho
caballo, blando, sudoroso, extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y
tapándolo con una manta, se lo llevó, lentamente, calle abajo.
¡ Pobre nube vana, rayo ayer,
templado y sólido ! Iba como un libro descuadernado. Parecía que ya no estaba
sobre la tierra, que entre sus herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo
aislaba, dejándolo sin razón, igual que un árbol desarraigado, cual un
recuerdo, en la mañana violenta, entera y redonda de Primavera.
XVI - LA CASA DE ENFRENTE
¡ Qué encanto siempre, Platero,
en mi niñez, el de la casa de enfrente a la mía ! Primero, en la calle de la Ribera , la casilla de
Arreburra, el aguador, con su corral al sur, dorado siempre de sol, desde donde
yo miraba Huelva, encaramándome en la tapia.
Alguna vez me dejaban ir, un
momento, y la hija de Arreburra, que entonces me parecía una mujer y que ahora,
ya casada, me parece como entonces, me daba azamboas y besos... Después, en la calle
Nueva - luego Cánovas, luego Fray Juan Pérez- , la casa de don José, el dulcero
de Sevilla, que me deslumbraba con sus botas de cabritilla de oro, que ponía en
la pita de su patio cascarones de huevos, que pintaba de amarillo canario con
fajas de azul marino las puertas de su zaguán, que venía, a veces, a mi casa, y
mi padre le daba dinero, y él le hablaba siempre del olivar... ¡ Cuántas sueños
le ha mecido a mi infancia, esa pobre pimienta que, desde mi balcón, veía yo,
llena de gorriones, sobre el tejado de don José ! - Eran dos pimientas, que no
uní nunca: una, la que veía, copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la
que veía en el corral de don José, desde su tronco...
Las tardes claras, las siestas
de lluvia, a cada cambio leve de cada día o de cada hora, ¡ qué interés, qué
atractivo tan extraordinario, desde mi cancela, desde mi ventana, desde mi
balcón, en el silencio de la calle, el de la casa de enfrente.
XVII - EL NIÑO TONTO
Siempre que volvíamos por la
calle de San José, estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su
sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes
no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y
triste de ver; todo para su madre, nada para los demás.
Un día, cuando pasó por la
calle blanca aquel mal viento negro, no vi ya al niño en su puerta. Cantaba un
pájaro en el solitario umbral, y yo me acordé de Curros, padre más que poeta,
que, cuando se quedó sin su niño, le preguntaba por él a la mariposa gallega:
Volvoreta d'aliñas douradas...
Ahora que viene la primavera,
pienso en el niño tonto, que desde la calle de San José se fue al cielo. Estará
sentado en su sillita, al lado de las rosas únicas, viendo con su ojos,
abiertos otra vez, el dorado pasar de los gloriosos.
XVIII - LA FANTASMA
La mayor diversión de Anilla la Manteca , cuya fogosa y
fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se
envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía
dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio
dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol,
con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de
aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la
visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo tiempo,
fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual...
Nunca olvidaré, Platero,
aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una
hora, como un corazón malo, descargando agua y pierda entre la desesperadora
insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el
patio. Los últimos acompañamientos - el coche de las nueve, las ánimas, el
cartero- habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde
blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde - el árbol del cuco,
como le decíamos, que cayó aquella noche- , doblado todo sobre el tejado de
alpende...
De pronto, un espantoso ruido
seco, como la sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa.
Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente del que
teníamos un momento antes y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los
demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del corazón... Poco
a poco fuimos tornando a nuestros sitios.
Se alejaba la tormenta... La
luna, entre unas nubes enormes que se rajaban de abajo a arriba, encendía de
blanco en el patio el agua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba
y venía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos...
Platero; abajo ya, junto a la
flor de noche que, mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla,
vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por
el rayo.
XIX - PAISAJE GRANA
La cumbre. Ahí está el ocaso,
todo empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por
doquiera. A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las
hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante
sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.
Yo me quedo extasiado en el
crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un
charquero de aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en
los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su
enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.
El paraje es conocido, pero el
momento lo trastorna y lo hace extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada
instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde se prolonga
más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita,
pacífica, insondable...
- Anda, Platero...
XX - EL LORO
Estábamos jugando con Platero y
con el loro, en el huerto de mi amigo, el médico francés, cuando una mujer
joven, desordenada y ansiosa, llegó, cuesta abajo, hasta nosotros. Antes de
llegar, avanzando el negro ver angustiado a mí, me había suplicado:
- Zeñorito: ¿ ejtá ahí eze
médico ?
Tras ella venían ya unos
chiquillos astrosos, que, a cada instante, jadeando, miraban camino arriba; al
fin, varios hombres que traían a otro, lívido y decaído. Era un cazador furtivo
de esos que cazan venados en el coto de Doñana. La escopeta, una absurda
escopeta vieja amarrada con tomiza, se le había reventado, y el cazador traía
el tiro en un brazo. Mi amigo se llegó, cariñoso, al herido, le levantó unos
míseros trapos que le habían puesto, le lavó la sangre y le fue tocando huesos
y músculos. De vez cuando me decía:
- Ce n'est rien...
Caía la tarde. De Huelva
llegaba un olor a marisma, a brea, a pescado... Los naranjos redondeaban, sobre
el poniente rosa, sus apretados terciopelos de esmeralda. En una lila, lila y
verde, el loro, verde y rojo, iba y venía, curioseándonos con sus ojitos
redondos.
Al pobre cazador se le llenaban
de sol las lágrimas saltadas; a veces, dejaba oír un ahogado grito. Y el loro:
- Ce n'est rien...
Mi amigo ponía al herido
algodones y vendas...
El pobre hombre:
- ¡ Aaaay !
Y el loro, entre las lilas:
- Ce n'est rien.. Ce n'est rien...
XXI - LA AZOTEA
Tú, Platero, no has subido
nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho,
cuando al salir a ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno
quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo,
ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo
para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.
¡ Qué encanto el de la azotea !
Las campanas de la torre están sonando en nuestro pecho, al nivel de nuestro
corazón, que late fuerte; se ven brillar, lejos, en las viñas, los azadones,
con una chispa de plata y sol; se domina todo; las otras azoteas, los corrales,
donde la gente, olvidada, se afana, cada uno en lo suyo - el sillero, el
pintor, el tonelero- ; las manchas de arbolado de los corralones, con el toro o
la cabra; el cementerio, a donde a veces, llega, pequeñito, apretado y negro,
un inadvertido entierro de tercera; ventanas con una muchacha en camisa que se
peina, descuidada, cantando; el río, con un barco que no acaba de entrar;
graneros, donde un músico solitario ensaya el cornetín, o donde el amor
violento hace, redondo, ciego y cerrado, de las suyas...
La casa desaparece como un
sótano. ¡ Qué extraña, por la montera de cristales, la vida ordinaria de abajo:
las palabras, los ruidos, el jardín mismo, tan bello desde él; tú, Platero,
bebiendo en el pilón, sin verme, o jugando, como un tonto, con el gorrión o la
tortuga !
XXII - RETORNO
Veníamos los dos, cargados, de
los montes: Platero, de almoraduj; yo, de lirios amarillos.
Caía la tarde de abril. Todo lo
que en el poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata, una
alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de cristal. Después, el vasto cielo fue
cual un zafiro transparente, trocado en esmeralda. Yo volvía triste...
Ya en la cuesta, la torre del
pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la
hora pura, un aspecto monumental !. Parecía, de cerca, como una Giralda vista
de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con la primavera, encontraba en
ella un consuelo melancólico.
Retorno... ¿ adónde ?, ¿ de qué
?, ¿ para qué ?... Pero los lirios que venían conmigo olían más en la frescura
tibia de la noche que se entraba; olían con un olor más penetrante y, al mismo
tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor de olor sólo,
que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra solitaria.
- ¡ Alma mía, lirio en la
sombra ! - dije. Y pensé, de pronto, en Platero, que, aunque iba debajo
de mí, se me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado.
XXIII - LA VERJA CERRADA
Siempre que íbamos a la bodega
del Diezmo, yo daba la vuelta por la pared de la calle de San Antonio y me
venía a la verja cerrada que da al campo. Ponía mi cara contra los hierros y
miraba a derecha e izquierda, sacando los ojos ansiosamente, cuanto mi vista
podía alcanzar. De su mismo umbral gastado y perdido entre ortigas y malvas,
una vereda sale y se borra, bajando, en las Angustias. Y, vallado suyo abajo,
va un camino ancho y hondo por el que nunca pasé...
¡Qué mágico embeleso ver, tras
el cuadro de hierros de la verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de
ella se veían ! Era como si una techumbre y una pared de ilusión quitaran de lo
demás el espectáculo, para dejarlo solo a través de la verja cerrada... Y se
veía la carretera, con su puente y sus álamos de humo, y el horno de ladrillos,
y las lomas de Palos, y los vapores de Huelva, y, al anochecer, las luces del
muelle de Riotinto, y el eucalipto grande y solo de los Arroyos sobre el morado
ocaso último...
Los bodegueros me decían,
riendo, que la verja no tenía llave... En mis sueños, con las equivocaciones
del pensamiento sin cauce, la verja daba a los más prodigiosos jardines, a los
campos más maravillosos... Y así como una vez intenté, fiado en mi pesadilla,
bajar volando la escalera de mármol, fui, mil veces, con la mañana, a la verja,
seguro de hallar tras ella lo que mi fantasía mezclaba, no sé si queriendo o
sin querer, a la realidad...
XXIV - DON JOSÉ, EL
CURA
Ya, Platero, va ungido y
hablando con miel. Pero la que, en realidad, es siempre angélica, es su burra,
la señora.
Creo que lo viste un día en su
huerta, calzones de marinero, sombrero ancho, tirando palabrotas y guijarros a
los chiquillos que le robaban las naranjas. Mil veces has mirado, los viernes,
al pobre Baltasar, su casero, arrastrando por los caminos la quebradura, que
parece el globo del circo, hasta el pueblo, para vender sus míseras escobas o
para rezar con los pobres por los muertos de los ricos...
Nunca oí hablar más mal a un
hombre ni remover con sus juramentos más alto el cielo. Es verdad que él sabe,
sin duda, o al menos así lo dice en su misa de las cinco, dónde y cómo está allí
cada cosa... El árbol, el terrón, el agua, el viento, la candela, todo esto tan
gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro, tan vivo, parece que son para él
ejemplo de desorden, de dureza, de frialdad, de violencia, de ruina. Cada día,
las piedras todas del huerto reposan la noche en otro sitio, disparadas, en
furiosa hostilidad, contra pájaros y lavanderas, niños y flores.
A la oración, se trueca todo.
El silencio de don José se oye en el silencio del campo. Se pone sotana, manteo
y sombrero de teja, y casi sin mirada, entra en el pueblo oscuro, sobre su
burra lenta, como Jesús en la muerte...
XXV - LA PRIMAVERA
¡ Ay, qué relumbres y olores!
¡ Ay, cómo ríen los prados!
¡ Ay, qué alboradas se oyen!
Romance Popular
¡ Ay, cómo ríen los prados!
¡ Ay, qué alboradas se oyen!
Romance Popular
En mi duermevela matinal, me
malhumora una endiablada chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir
más, me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la
ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los pájaros.
Salgo al huerto y canto gracias
al Dios del día azul. ¡ Libre concierto de picos, fresco y sin fin ! La
golondrina riza, caprichosa, su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre
la naranja caída; de fuego, la oropéndola charla, de chaparro en
chaparro; el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y, en
el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡ Cómo está la mañana ! El sol
pone en la tierra su alegría de plata y de oro; mariposas de cien colores
juegan por todas partes, entre las flores, por la casa - ya dentro, ya fuera- ,
en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en
un hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro
de un gran panal de luz, que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa
encendida.
XXVI - EL ALJIBE
Míralo; está lleno de las
ultimas lluvias, Platero. No tiene eco, ni se ve, allá en su fondo, como cuando
está bajo, el mirador con sol, joya policroma tras los cristales amarillos y
azules de la montera.
Tú no has bajado nunca al
aljibe, Platero. Yo sí; bajé cuando lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una
galería larga, y luego un cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la vela que
llevaba se me apagó y una salamandra se me puso en la mano. Dos fríos terribles
se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se cruzaran como dos fémures bajo
una calavera... Todo el pueblo está socavado de aljibes y galerías, Platero. El
aljibe más grande es el del patio del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela
antigua del Castillo. El mejor es éste de mi casa que, como ves, tiene el
brocal esculpido en una pieza sola de mármol alabastrino. La galería de la Iglesia va hasta la viña
de los Puntales y allí se abre al campo, junto al río. La que sale del Hospital
nadie se ha atrevido a seguirla del todo, porque no acaba nunca...
Recuerdo, cuando era niño, las
noches largas de lluvia, en que me desvelaba el rumor sollozante del agua
redonda que caía, de la azotea, en el aljibe... Luego, a la mañana, íbamos,
locos, a ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estaba hasta la boca,
como está hoy, ¡ qué asombro, qué gritos, qué admiración !
... Bueno, Platero. Y ahora voy
a darte un cubo de esta agua pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de
una vez Villegas, el pobre Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado ya del
coñac y del aguardiente...
XXVII - EL PERRO
SARNOSO
Venía, a veces, flaco y
anhelante, a la casa del huerto. El pobre andaba siempre huido, acostumbrado a
los gritos y a las pedreas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se
iba otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte abajo.
Aquella tarde, llegó detrás de
Diana. Cuando yo salía, el guarda, que en un arranque de mal corazón había
sacado la escopeta, disparó contra él. No tuvo tiempo de evitarlo. El mísero,
con el tiro el las entrañas, giró vertiginosamente un momento, en un redondo
aullido agudo, y cayó muerto bajo un acacia.
Platero miraba al perro
fijamente, erguida la cabeza. Diana, temerosa, andaba escondiéndose de uno en
otro. El guarda, arrepentido quizás, daba largas razones no sabía a quién, indignándose
sin poder, queriendo acallar su remordimiento. Un velo parecía enlutecer el
sol; un velo grande, como el velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro
asesinado.
Abatidos por el viento del mar,
los eucaliptos lloraban, más reciamente cada vez hacia la tormenta, en el hondo
silencio aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el
perro muerto.
XXVIII - REMANSO
Espérate, Platero... O pace un
rato en ese prado tierno, si lo prefieres. Pero déjame ver a mí este remanso
bello, que no veo hace tanto años...
Mira cómo el sol, pasando su
agua espesa, le alumbra la honda belleza verdeoro, que los lirios de celeste
frescura de la orilla contemplan extasiados... Son escaleras de terciopelo,
bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos los aspectos ideales
que una mitología de ensueño trajese a la desbordada imaginación de un pintor
interno; jardines venustianos que hubiera creado la melancolía permanente de
una ruina loca de grandes ojos verdes; palacios en ruinas, como aquel que vi en
aquel mar de la tarde, cuando el sol poniente hería, oblicuo, el agua baja... Y
más, y más, y más; cuanto el sueño más difícil pudiera robar, tirando a la
belleza fugitiva de su túnica infinita, al cuadro recordado de una hora de
primavera con dolor, en un jardín de olvido que no existiera del todo... Todo
pequeñito, pero inmenso, porque parece distante; clave de sensaciones
innumerables, tesoro del mago más viejo de la fiebre...
Este remanso, Platero, era mi
corazón antes. Así me lo sentía, bellamente envenenado, en su soledad, de
prodigiosas exuberancias detenidas... Cuando el amor humano lo hirió,
abriéndole su dique, corrió la sangre corrompida, hasta dejarlo puro, limpio y
fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en la más abierta dorada y caliente
hora de abril.
A veces, sin embargo, una
pálida mano antigua me lo trae a su remanso de antes, verde y solitario, y allí
lo deja encantado, fuera de él, respondiendo a las llamadas claras, «por
endulzar su pena», como Hylas a Alcides en el idilio de Chénier, que ya te he
leído, con una voz «desentendida y vana»...
XXIX - IDILIO DE
ABRIL
Los niños han ido con Platero
al arroyo de los chopos, y ahora lo traen trotando, entre juegos sin razón y
risas desproporcionadas, todo cargado de flores amarillas. Allá abajo les ha
llovido - aquella nube fugaz que veló el prado verde con sus hilos de oro y
plata, en los que tembló, como en una lira de llanto, el arco iris- . Y sobre
la empapada lana del asnucho, las campanillas mojadas gotean todavía.
¡ Idilio fresco, alegre,
sentimiental ! ¡ Hasta el rebuzno de Platero se hace tierno bajo la dulce carga
llovida ! De cuando en cuando, vuelve la cabeza y arranca las flores a que su
bocota alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas, le cuelgan, un momento,
entre el blanco babear verdoso y luego se le van a la barrigota cinchada. ¡
Quién, como tú, Platero, pudiera comer flores..., y que no le hicieran daño !
¡ Tarde equívoca de abril !...
Los ojos brillantes y vivos de Platero copian toda la hora de sol y lluvia en
cuyo ocaso, sobre el campo de San Juan, se ve llover, deshilachada, otra nube
rosa.
XXX - EL CANARIO
VUELA
Un día, el canario verde, no sé
cómo ni por qué, voló de su jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una
muerta, al que yo no había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre
o de frío, o de que se lo comieran los gatos.
Anduvo toda la mañana entre los
granados del huerto en el pino de la puerta, por las lilas. Los niños
estuvieron, toda la mañana también, sentados en la galería, absortos en los
breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba junto a los
rosales, jugando con una mariposa.
A la tarde, el canario se vino
al tejado de la casa grande, y allí se quedó largo tiempo, latiendo en el tibio
sol que declinaba.
De pronto, y sin saber nadie
cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez alegre.
¡ Qué alborozo en el jardín !
Los niños saltaban, tocando las palmas, arrebolados y rientes como auroras;
Diana, loca, los seguía, ladrándole a su propia y riente campanilla; Platero,
contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo, hacía
corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y poniéndose en las manos,
daba coces al aire claro y suave...
XXXI - EL DEMONIO
De pronto, con un duro y
solitario trote, doblemente sucio en una alta nube de polvo, aparece, por la
esquina del Trasmuro, el burro. Un momento después, jadeantes, subiéndose los
caídos pantalones de andrajos, que les dejan fuera las oscuras barrigas, los
chiquillos, tirándole rodrigones y pierdas...
Es negro, grande, viejo,
huesudo - otro arcipreste- , tanto, que parece que se le va a agujerear la piel
sin pelo por doquiera.
Se para y, mostrando unos
dientes amarillos, como habones, rebuzna a lo alto ferozmente, con una energía
que no cuadra a su desgarbada vejez... ¿ Es un burro perdido ? ¿ No lo conoces,
Platero ? ¿ Qué querrá ? ¿ De quién vendrá huyendo, con ese trote desigual y
violento ?
Al verlo, Platero hace cuerno,
primero, ambas orejas con una sola punta, se las deja luego una en pie y otra
descolgada, y se viene a mí, y quiere esconderse en la cuneta, y huir, todo a
un tiempo. El burro negro pasa a su lado, le da un rozón, le tira la albarda,
lo huele, rebuzna contra el muro del convento y se va trotando, Trasmuro
abajo...
... Es en el calor, un momento
extraño de escalofrío - ¿ mío, de Platero ?- en el que las cosas parecen
trastornadas, como si la sombra baja de un paño negro ante el sol ocultarse, de
pronto, la soledad deslumbradora del recodo del callejón, en donde el aire,
súbitamente quieto, asfixia... Poco a poco, lo lejano nos vuelve a lo real. Se
oye, arriba, el vocerío mudable de la plaza del Pescado, donde los vendedores
que acaban de llegar de la
Ribera exaltan sus asedías, sus salmonetes, sus brecas, sus
mojarras, sus bocas; la campana de vuelta, que pregona el sermón de mañana; el
pito del amolador...
Platero tiembla aún, de vez en
cuando, mirándome, acoquinado, en la quietud muda en que nos hemos quedado los
dos, sin saber por qué...
- Platero; yo creo que ese
burro no es un burro...
Y Platero, mudo, tiembla de
nuevo todo él de un solo temblor, blandamente ruidoso, y mira, huido, hacia la
gavia, hosca y bajamente...
XXXII - LIBERTAD
Llamó mi atención, perdida por
las flores de la vereda, un pajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado
verde, abría sin cesar su preso vuelo policromo. Nos acercamos despacio, yo
delante, Platero detrás. Había por allí un bebedero umbrío, y unos muchachos
traidores le tenían puesta una red a los pájaros. El triste reclamillo se
levantaba hasta su pena, llamando, sin querer, a sus hermanos del cielo.
La mañana era clara, pura,
traspasada de azul. Caía del pinar vecino un leve concierto de trinos
exaltados, que venía y se alejaba, sin irse, en el manso y áureo viento marero
que ondulaba las copas. ¡ Pobre concierto inocente, tan cerca del mal corazón !
Monté en Platero, y,
obligándolo con las piernas, subimos, en un agudo trote, al pinar. En llegando
bajo la sombría cúpula frondosa, batí palmas, canté, grité. Platero,
contagiado, rebuznaba una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían, hondos
y sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájaros se fueron a otro
pinar, cantando.
Platero, entre las lejanas
maldiciones de los chiquillos violentos, rozaba su cabezota peluda contra mi
corazón, dándome las gracias hasta lastimarme el pecho.
XXXIII - LOS HÚNGAROS
Míralos, Platero, tirados en
todo su largor, cómo tienden los perros cansados el mismo rabo, en el sol de la
acera.
La muchacha, estatua de fango,
derramada su abundante desnudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de
lanas granas y verdes, arranca la hierbaza seca a que sus manos, negras como el
fondo de un puchero, alcanzan. La chiquilla, pelos toda, pinta en la pared, con
cisco, alegorías obscenas. El chiquillo se orina en su barriga como una fuente
en su taza, llorando por gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél la greña,
murmurando, y éste las costillas, como si tocase una guitarra.
De vez en cuando, el hombre se
incorpora, se levanta luego, se va al centro de la calle y golpea con indolente
fuerza el pandero, mirando un balcón. La muchacha, pateada por el chiquillo,
canta, mientras jura desgarradamente, una desentonada monotonía. Y el mono,
cuya cadena pesa más que él, fuera de punto, sin razón, da una vuelta de
campana y luego se pone a buscar entre los chinos de la cuenta uno más blando.
Las tres... El coche de la
estación se va, calle Nueva arriba.
El sol, solo.
- Ahí tienes, Platero, el ideal
de familia de Amaro... Un hombre como un roble, que se rasca; una mujer, como
una parra, que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un
mono, pequeño y débil como el mundo, que les da de comer a todos, cogiéndose
las pulgas...
XXXIV - LA NOVIA
El claro viento del mar sube
por la cuesta roja, llega al prado del cabezo, ríe entre las tiernas
florecillas blancas; después, se enreda por los pinetes sin limpiar y mece,
hinchándolas como velas sutiles, las encendidas telarañas celestes, rosas, de
oro...
Toda la tarde es ya viento
marino. Y el sol y el viento ¡ dan un blando bienestar al corazón !
Platero me lleva, contento,
ágil, dispuesto. Se dijera que no le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta
abajo, a la colina. A lo lejos, una cinta de mar, brillante, incolora, vibra,
entre los últimos pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En los prados verdes,
allá abajo, saltan los asnos trabados, de mata en mata.
Un estremecimiento sensual vaga
por las cañadas. De pronto, Platero yergue las orejas, dilata las levantadas
narices, replegándolas hasta los ojos y dejando ver las grandes habichuelas de
sus dientes amarillos. Está respirando largamente, de los cuatro vientos, no sé
qué honda esencia que debe transirle el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra
colina, fina y gris sobre el cielo azul, a la amada. Y dobles rebuznos, sonoros
y largos, desbaratan con su trompetería la hora luminosa y caen luego en
gemelas cataratas.
He tenido que contrariar los
instintos amables de mi pobre Platero. La bella novia del campo lo ve pasar,
triste como él, con sus ojazos de azabache cargados de estampas... ¡ Inútil
pregón misterioso, que ruedas brutalmente, como un instinto hecho carne libre,
por las margaritas !
Y Platero trota indócil,
intentando a cada instante volverse, con un reproche en su refrenado trotecillo
menudo: - Parece mentira, parece mentira, parece mentira...
XXXV - LA SANGUIJUELA
Espera. ¿ Qué es eso, Platero ?
¿ Qué tienes ?
Platero está echando sangre por
la boca. Tose y va despacio, más cada vez. Comprendo todo en un momento. Al
pasar esta mañana por la fuente de Pinete, Platero estuvo bebiendo en ella. Y,
aunque siempre bebe en lo más claro y con los dientes cerrados, sin duda una
sanguijuela se le ha agarrado a la lengua o al cielo de la boca...
- Espera, hombre. Enseña...
Le pido ayuda a Raposo, el
aperador, que baja por allí del Almendral, y entre los dos intentamos abrirle a
Platero la boca.
Pero la tiene como trabada con
hormigón romano. Comprendo con pena que el pobre Platero es menos inteligente
de lo que yo me figuro... Raposo coge un rodrigón gordo, lo parte en cuatro y
procura atravesarle un pedazo a Platero entre las quijadas... No es fácil la
empresa. Platero alza la cabeza al cenit levantándose sobre las patas, huye, se
revuelve... Por fin, en un momento sorprendido, el palo entra de lado en la
boca de Platero. Raposo se sube en el burro y con las dos manos tira hacia
atrás de los salientes del palo para que Platero no lo suelte.
Si, allá adentro tiene, llena y
negra, la sanguijuela. Con dos sarmientos hechos tijera se la arranco...Parece
un costalillo de almagra o un pellejillo de vino tinto; y, contra el sol, es
como el moco de un pavo irritado por un paño rojo. Para que no saque sangre a
ningún burro más, la corto sobre el arroyo, que en un momento tiñe de la sangre
de Platero la espumela de un breve torbellino...
XXXVI - LAS TRES
VIEJAS
Súbete aquí en el vallado,
Platero. Anda, vamos a dejar que pasen esas pobres viejas...
Deben venir de la playa o de
los montes. Mira. Una es ciega y las otras dos la traen por los brazos. Vendrán
a ver a dos Luis, el médico, o al hospital... Mira qué despacito andan, qué
cuido, qué mesura ponen las dos que ven en su acción. Parece que las tres temen
a la misma muerte. ¿ Ves cómo adelantan las manos cual para detener el aire
mismo, apartando peligros imaginarios, con mimo absurdo, hasta las más leves
ramitas en flor, Platero ?
Que te caes, hombre... Oye qué
lamentables palabras van diciendo. Son gitanas. Mira sus trajes pintorescos, de
lunares y volantes. ¿ Ves ? Van a cuerpo, no caída, a pesar de la edad, su
esbeltez. Renegridas, sudorosas, sucias, perdidas en el polvo con sol del
mediodía, aún una flaca hermosura recia las acompaña, como un recuerdo seco y
duro...
Míralas a las tres, Platero. ¡
Con qué confianza llevan la vejez a la vida, penetradas por la primavera esta
que hace florecer de amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso
sol !
XXXVII - LA CARRETILLA
En el arroyo grande, que la
lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja
carretilla, perdida toda bajo su carga de hierba y de naranjas. Una niña, rota
y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empuje de su pechillo
en flor al borricuelo, más pequeño ¡ ay ! y más flaco que Platero. Y el
borriquillo se despechaba contra el viento, intentando, inútilmente, arrancar
del fango la carreta, al grito sollozante de la chiquilla. Era vano su
esfuerzo, como el de los niños valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas
del verano que se caen, en un desmayo, entre las flores.
Acaricié a Platero y, como
puede, lo enganché a la carretilla, delante del borrico miserable. Le obligué,
entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y
rucio del atolladero, y les subió la cuesta.
¡ Qué sonreír el de la
chiquilla ! Fue como si el sol de la tarde, que se quebraba, al ponerse entre
las nubes de agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora tras sus
tiznadas lágrimas.
Con su llorosa alegría, me
ofreció dos escogidas naranjas, finas, pesadas, redondas. Las tomé, agradecido,
y le di una al borriquillo débil, como dulce consuelo; otra a Platero, como
premio áureo.
XXXVIII - EL PAN
Te he dicho, Platero que el
alma de Moguer es el vino, ¿verdad ? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es
igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en
torno - ¡ oh sol moreno !- como la blanda corteza.
A mediodía, cuando el sol quema
más, el pueblo entero empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito. A
todo el pueblo se le abre la boca. Es como una gran boca que come un gran pan.
El pan se entra en todo: en el aceite, en el gazpacho, en el queso y la uva,
para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo, en el jamón, en él mismo, pan
con pan. También solo, como la esperanza, o con una ilusión...
Los panaderos llegan trotando
en sus caballos, se paran en cada puerta entornada, tocan las palmas y gritan:
"¡ El panaderooo !"... Se oye el duro ruido tierno de los cuarterones
que, al caer en los canastos que brazos desnudos levantan, chocan con los
bollos, de las hogazas con las roscas...
Y los niños pobres llaman, al
punto, a las campanillas de la cancelas o a los picaportes de los portones, y
lloran largamente hacia adentro: ¡ Un poquiiito paaan !...
XXXIX - AGLAE
¡ Qué reguapo estás hoy,
Platero ! Ven aquí... ! Buen jaleo te ha dado esta mañana la Macaria ! Todo lo que es
blanco y todo lo que es negro en ti luce y resalta como el día y como la noche
después de la lluvia. ¡ Qué guapo estás, Platero !
Platero, avergonzado un poco de
verse así, viene a mí, lento, mojado aún de su baño, tan limpio que parece una
muchacha desnuda. La cara se le ha aclarado, igual que un alba, y en ella sus
ojos grandes destellan vivos, como si la más joven de las Gracias les hubiera
prestado ardor y brillantez.
Se lo digo, y en un súbito
entusiasmo fraternal, le cojo la cabeza, se la revuelvo en cariñoso apretón, le
hago cosquillas... él, bajos los ojos, se defiende blandamente con las orejas,
sin irse, o se liberta, en breve correr, para pararse de nuevo en seco, como un
perrillo juguetón.
- ¡ Qué guapo estás, hombre ! -
le repito.
Y Platero, lo mismo que un niño
pobre que estrenara un traje, corre tímido, hablándome, mirándome en su huida
con el regocijo de las orejas, y se queda, haciendo que come unas campanillas
coloradas, en la puerta de la cuadra.
Aglae, la donadora de bondad y
de hermosura, apoyada en el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y
de gorriones, mira la escena sonriendo, casi invisible en la trasparencia del
sol matinal.
XL - EL PINO DE LA CORONA
Dondequiera que paro, Platero,
me parece que paro bajo el pino de la Corona. A donde quiera que llego - ciudad, amor,
gloria- me parece que llego a su plenitud verde y derramada bajo el gran cielo
azul de nubes blancas. Es el faro rotundo y claro en los mares difíciles de mi
sueño, como lo es de los marineros de Moguer en las tormentas de la barra;
segura cima de mis días difíciles, en lo alto de su cuesta roja y agria, que
toman los mendigos, camino de Sanlúcar.
¡ Qué fuerte me siento siempre
que reposo bajo su recuerdo !
Es lo único que no ha dejado,
al crecer yo, de ser grande, lo único que ha sido mayor cada vez. Cuando le
cortaron aquella rama que el huracán le tronchó, me pereció que me habían
arrancado un miembro; y, a veces, cuando cualquier dolor me coge de improviso,
me parece que le duele al pino de la
Corona.
La palabra magno le cuadra como
al mar, como al cielo y como a mi corazón. A su sombra, mirando las nubes, han
descansado razas y razas por siglos, como sobre el agua, bajo el cielo y en la
nostalgia de mi corazón. Cuando, en el descuido de mis pensamientos, las
imágenes arbitrarias se colocan donde quieren, o en estos instantes en que hay
cosas que se ven cual en una visión segunda y a un lado de lo distinto, el pino
de Colona, transfigurado en no sé qué cuando de eternidad, se me presenta, más
rumoroso y más gigante aún, en la duda, llamándome a descansar a su paz, como
el término verdadero y eterno de mi viaje por la vida.
XLI - DARBÓN
Darbón, el médico de Platero,
es grande como el buey pío, rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta,
según él, tres duros de edad.
Cuando habla, le faltan notas,
cual a los pianos viejos; otras veces, en lugar de palabra, le sale un escape
de aire. Y estas pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de
manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas, de quejumbres de garganta y
salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un amable concierto para antes
de le cena.
No le queda muela ni diente y
casi sólo come migajón de pan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y
¡ a la boca roja ! Allí la tiene, revolviéndola, una hora. Luego otra bola, y
otra.
Masca con las encías, y la
barba le llega, entonces, a la aguileña nariz.
Digo que es grande como el buey
pío. En la puerta del banco, tapa la casa. Pero se enternece, igual que un
niño, con Platero. Y si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo
toda su boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad y duración él no
puede regular, y que acaba siempre en llanto.
Luego, ya sereno, mira
largamente del lado del cementerio viejo:
- Mi niña, mi pobrecita niña...
XLII - EL NIÑO Y EL
AGUA
En la sequedad estéril y
abrasada de sol del gran corralón polvoriento que, por despacio que se pise, lo
llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la
fuente, en grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un solo
árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los ojos repiten
escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz: Oasis.
Ya la mañana tiene color de
siesta y la chicharra sierra su olivo, en el corral de San Francisco. El sol le
da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en
el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un
tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros contemplan
arrobados. Habla solo, sobre su nariz, se rasca aquí y allá entre sus harapos,
con la otra mano. El palacio, igual siempre y renovado a cada instante, vacila
a veces. Y el niño se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni
ese latido de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la imagen tan
sensible de un calidoscopio, le robe al agua la sorprendida forma primera.
- Platero, no sé si entenderás
o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su mano mi alma.
XLIII - AMISTAD
Nos entendemos bien. Yo lo dejo
ir a su antojo, y él me lleva siempre adonde quiero.
Sabe Platero que, al llegar al
pino de la Corona ,
me gusta acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar el cielo al través de
su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre
céspedes, a la Fuente
vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos,
evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile,
seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables
espectáculos.
Yo trato a Platero cual si
fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para
aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar... él comprende bien que lo
quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás,
que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.
Platero se me ha rendido como
una adolescente apasionada.
De nada protesta. Sé que soy su
felicidad. Hasta huye de los burros y de los hombres...
XLIV - LA ARRULLADORA
La chiquilla del carbonero,
bonita y sucia cual una moneda, bruñidos los negros ojos y reventando sangre
los labios prietos entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una
teja, durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de mayo, ardiente
y clara como un sol por dentro. En la paz brillante, se oye el hervor de la
olla que cuece en el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría
del viento del mar en la maraña de los eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera
canta:
Mi niiiño se va a dormiii
en graaacia dela
Pajtoraaa.. .
en graaacia de
Pausa. El viento en las
copas...
... y pooor dormirse mi niñooo,
se duermeee la arruyadoraaa...
se duermeee la arruyadoraaa...
El viento... Platero, que anda,
manso, entre los pinos quemados, se llega, poco a poco... Luego se echa en la
tierra fosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.
Este árbol, Platero, esta
acacia que yo mismo sembré, verde llama que fue creciendo, primavera tras
primavera, y que ahora mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasada de
sol poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, el mejor sostén de
mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de esmeralda por abril o de oro por
octubre, refrescaba, sólo con mirarla un punto, mi frente, como la mano más
pura de una musa. ¡Qué fina, qué grácil, qué bonita era ! Hoy, Platero, es
dueña casi de todo el corral. ¡ Qué basta se ha puesto ! No sé si se acordará
de mí. A mí me parece otra. En todo este tiempo en que la tenía olvidada, igual
que si no existiese, la primavera la ha ido formando, año tras año, a su
capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.
Nada me dice hoy, a pesar de
ser árbol, y árbol puesto por mí. Un árbol cualquiera que por primera vez
acariciamos, nos llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemos amado
tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto a ver,
Platero. Es triste; más es
inútil decir más. No, no puedo mirar ya en esta fusión de la acacia y el ocaso,
mi lira colgada. La rama graciosa no me trae el verso, ni la iluminación
interna de la copa el pensamiento. Y aquí, a donde tantas veces vine de la
vida, con una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y tengo
frío, y quiero irme, como entonces del casino, de la botica o del teatro,
Platero.
XLVI - LA TÍSICA
Estaba derecha en una triste
silla, blanca la cara y mate, cual un nardo ajado, en medio de la encalada y
fría alcoba. Le había mandado el médico salir al campo, a que le diera el sol
de aquel mayo helado; pero la pobre no podía.
- Cuando yego ar puente - me
dijo- , ¡ ya v'usté, zeñorito, ahí ar lado que ejtá !, máhogo...
La voz pueril, delgada y rota,
se le caía, cansada, como se cae, a veces, la brisa en el estío.
Yo le ofrecí a Plateo para que
diese un paseíto. Subida en él, ¡ qué risa la de su aguda cara de muerta, toda
ojos negros y dientes blancos !
... Se asomaban las mujeres a
las puertas a vernos pasar.
Iba Platero despacio, como
sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de cristal fino. La niña, con su
hábito cándido de la Virgen
de Montemayor, lazado de grana, transfigurada por la fiebre y la esperanza,
parecía un ángel que cruzaba el pueblo, camino del cielo del sur.
XLVII - EL ROCÍO
Platero - le dije- ; vamos a
esperar las Carretas. Traen el rumor del lejano bosque de Doñana, el misterio
del pinar de las ánimas, la frescura de las Madres y de los Frenos, el olor de la Rocina.. .
Me lo llevé, guapo y lujoso, a
que piropeara a las muchachas por la calle de la Fuente , en cuyos bajos
aleros de cal se moría, en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego
nos pusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el camino de
los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las
Carretas. La suave llovizna de los Rocíos caía sobre las viñas, de una pasajera
nube malva. Pero la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros,
mulas y caballos ataviados a la moruna y la crin trenzada, las alegres parejas
de novios, ellos alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía,
se alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguía luego el carro de
los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado.
Detrás, las carretas, como
lechos, colgadas de blanco, con las muchachas, morenas, duras y floridas,
sentadas bajo el dosel, repicando panderetas y chillando sevillanas. Más
caballos, más burros... Y el mayordomo - ¡ Viva la Virgen del Rocíoooo !
¡Vivaaaaa !- calvo, seca y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la vara de
oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por dos grandes bueyes
píos, que parecían obispos con sus frontales de colorinas y espejos, en los que
chispeaba el trastorno del sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la
yunta, el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor,
como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada
entre el campaneo y los cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados
en las pierdas...
Platero, entonces, dobló sus
manos, y, como una mujer, se arrodilló - ¡ una habilidad suya !- , blando,
humilde y consentido.
XLVIII - RONSARD
Libre ya Platero del cabestro,
y paciendo entre las castas margaritas del pradecillo, me ha echado yo bajo un
pino, he sacado de la alforja moruna un breve libro, y, abriéndolo por una
señal, me he puesto a leer en alta voz:
Comme on voit sur la blanche au mois de maii la rose
En sa belle jeunesse, en sa premiere fleur,
Rendre le ciel jaloux de...
En sa belle jeunesse, en sa premiere fleur,
Rendre le ciel jaloux de...
Arriba, por las ramas últimas,
salta y pía un leve pajarillo, que el sol hace, cual toda la verde cima
suspirante, de oro. Entre vuelo y gorjeo, se oye el partirse de las semillas
que el pájaro se está almorzando.
... jaloux de sa vive couleur,
Una cosa enorme y tibia avanza,
de pronto, como una proa viva, sobre mi hombro... Es Platero, que,
sugestionado, sin duda, por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo. Leemos:
... vive couleur,
Quand l'aube de ses pleurs au point du jour l'a...
Quand l'aube de ses pleurs au point du jour l'a...
Pero el pajarillo, que debe
digerir aprisa, tapa la palabra, con una nota falsa.
Ronsard, olvidado un instante
de su soneto «Quand en songeant ma follatre j'accolle»..., se debe haber reído
en el infierno...
XLIX - EL TÍO DE LAS
VISTAS
De pronto, sin matices, rompe
el silencio de la calle el seco redoble de un tamborcillo. Luego, una voz
cascada tiembla un pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo... Los
chiquillos gritan: ¡ El tío de las vistas ! ¡ Las vistas ! ¡ Las vistas !
En la esquina, una pequeña caja
verde con cuatro banderitas rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al sol.
El viejo toca el tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos en el
bolsillo o a la espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco, llega otro
corriendo, con su perra en la palma de la mano. Se adelanta, pone sus ojos en
la lente...
- ¡ Ahooora se verá... al
general Prim... en su caballo blancoooo... ! - dice el viejo forastero con
fastidio, y toca el tambor.
- ¡ El puerto... de
Barcelonaaaa... ! - y más redoble.
Otros niños van llegado con su
perra lista, y la adelantan al punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a
comprar su fantasía. El viejo dice:
- ¡ Ahooora se verá... el
castillo de la Habanaaaa
! - y toca el tambor.
Platero, que se ha ido con la
niña y el perro de enfrente a ver las vistas, mete su cabezota por entre las de
los niños, por jugar.
El viejo, con un súbito buen
humor, le dice: ¡ Venga tu perra !
Y los niños sin dinero se ríen
todos sin ganas, mirando al viejo con una humilde solicitud aduladora...
L - LA FLOR DEL CAMINO
¡ Qué pura, Platero, y qué
bella esta flor del camino ! Pasan a su lado todos tropeles - los toros, las
cabras, los potros, los hombres- , y ella, tan tierna y tan débil, sigue
enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza
alguna.
Cada día, cuando, al empezar la
cuesta, tomamos el atajo, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene su lado
un pajarillo, que se levanta - ¿ por qué ?- al acercarnos; o está llena, cual
una breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya consiente el robo de
una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días,
Platero, aunque su recuerdo podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu
primavera, como una primavera de mi vida... ¿ Qué le diera yo al otoño,
Platero, a cambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, el
ejemplo sencillo y sin término de la nuestra ?
LI - LORD
No sé si tú, Platero, sabrás
ver una fotografía. Yo se las he enseñado a algunos hombres del campo y no
veían nada en ella.
Pues éste es Lord, Platero, el
perrillo foxterrier de que a veces te he hablado. Míralo. Está ¿ lo ves ? en un
cojín de los del patio de mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el
sol de invierno.
¡ Pobre Lord ! Vino de Sevilla
cuando yo estaba allí pintando.
Era blanco, casi incoloro de
tanta luz, pleno como un muslo de dama, redondo e impetuoso como el agua en la
boca de la caño.
Aquí y allá, mariposas posadas,
unos toques negros. Sus ojos brillantes eran dos breves inmensidades de
sentimientos de nobleza. Tenían vena de loco. A veces, sin razón, se ponía a
dar vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de mármol, que en mayo lo
adornan todo, hojas, azules, amarillas de los cristales traspasados del sol de
la montera, como los palomos que pinta don Camilo... Otras se subía a los
tejados y promovía un alboroto piador en los nidos de los aviones... La Macaria lo enjabonaba cada
mañana y estaba tan radiante siempre como las almenas de la azotea sobre el
cielo azul, Platero.
Cuando se murió mi padre, pasó
toda la noche velándolo junto a la caja. Una vez que mi madre se puso mala, se
echó a los pies de su cama y allí se pasó un mes sin comer ni beber...
Vinieron a decir un día mi casa
que un perro rabioso lo había mordido... Hubo que llevarlo a la bodega del
Castillo y atarlo allí al naranjo, fuera de la gente.
La mirada que dejó atrás por la
callejilla cuando se lo llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces,
Platero, igual que la luz de una estrella muerta, viva siempre, sobre pasando
su nada con la exaltada intensidad de su doloroso sentimiento... Cada vez que
un sufrimiento material me punza el corazón, surge ante mí, larga como la
vereda de la vida a la eternidad, digo, del arroyo al pino de la Corona , la mirada que Lord
dejó en él para siempre cual una huella macerada.
LII - EL POZO
¡ El pozo !... Platero, ¡ qué
palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora ! Parece que es la
palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y
desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los
ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene,
más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de
esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una pierda a su quietud, se enfada y
gruñe. Y el cielo, al fin. (La noche entra, y la luna se inflama allá en el
fondo, adornada de volubles estrellas. ¡ Silencio ! Por los caminos se ha ido
la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se ve por él como
el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de
la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡ Oh laberinto quieto y
mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado !)
- Platero, si algún día me echo
a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las
estrellas.
Platero rebuzna, sediento y
anhelante. Del pozo sale,asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.
LIII - ALBÉRCHIGOS
Por el callejón de la Sal , que retuerce su breve
estrechez, violeta de cal con sol y cielo azul, hasta la torre, tapa de su fin,
negra y desconchada de esta parte del sur por el constante golpe del viento de
la mar; lentos, vienen niño y burro. El niño, hombrecito enanillo y recortado,
más chico que su caído sombrero ancho, se mete en su fantástico corazón serrana
que le da coplas y coplas bajas:
... con grandej fatiguiiiyaaa
yo je lo pedíaaa...
yo je lo pedíaaa...
Suelto, el burro mordisquea la
escasa yerba sucia del callejón, levemente abatido por la carguilla de
albérchigos. De vez en cuando, el chiquillo, como si tornara un punto a la
calle verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus desnudas piernecillas
terrosas, como para cogerle fuerza, en la tierra, y, ahuecando la voz con la
mano, canta duramente, con una voz en la que torna a ser niño en la e:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Luego, cual si la venta le
importase un bledo - como dice el padre Díaz- , torna a su ensimismado canturreo
gitano:
... yo a ti no te cuurpooo,
ni te curparíaaa...
ni te curparíaaa...
Y le da varazos a las piedras,
sin saberlo... Huele a pan calentito y a pino quemado. Una brisa tarda
conmueve levemente la calleja. Canta la súbita campanada gorda que corona las
tres, con su adornillo de la campana chica. Luego un repique, nuncio de fiesta,
ahoga en su torrente el rumor de la corneta y los cascabeles del coche de la
estación, que parte, pueblo arriba, el silencio, que se había dormido. Y el
aire trae sobre los tejados un mar ilusorio en su olorosa, movida y refulgente
cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de sus olas iguales en su
solitario esplendor.
El chiquillo torna a su parada,
a su despertar y a su grito:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Platero no quiere andar. Mira y
mira al niño y husmea y topa a su burro. Y ambos rucios se entienden en no sé
qué movimiento gemelo de cabezas, que recuerda, un punto, el de los osos
blancos...
- Bueno, Platero; yo le digo al
niño que me dé su burro, y tú te irás con él y serás un vendedor de
albérchigos..., ¡ ea !
LIV - LA COZ
Íbamos, cortijo de Montemayor,
al herradero de los novillos.
El patio empedrado, ombrío bajo
el inmenso y ardiente cielo azul de la tardecita, vibraba sonoro del relinchar
de los alegres caballos pujantes, del reír fresco de las mujeres, de los
afilados ladridos inquietos de los perros. Platero, en un rincón, se
impacientaba.
- Pero, hombre - le dije- , si
tú no puedes venir con nosotros; si eres muy chico...
Se ponía tan loco, que le pedí
al Tonto que se subiera en él y lo llevara con nosotros.
... Por el campo claro, ¡ qué
alegre cabalgar ! Estaban las marismas risueñas de oro, con el sol en sus
espejos rotos, que doblaban los molinos cerrados. Entre el redondo trote duro
de los caballos, Platero alzaba su raudo trotecillo agudo, que necesitaba
multiplicar insistentemente, como el tren de Riotinto su rodar menudo, para no
quedarse solo con el Tonto en el camino. De pronto, sonó como un tiro de
pistola. Platero le había rozado la grupa a un fino potro tordo con su boca, y
el potro le había respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le vi
a Platero una mano corrida de sangre. Eché pie a tierra y, con una espina y una
crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al Tonto que se lo llevara a casa.
Se fueron los dos, lentos y
tristes, por el arroyo seco que baja del pueblo, tornando la cabeza al
brillante huir de nuestro tropel...
Cuando, de vuelta del cortijo,
fui a ver a Platero, me lo encontré mustio y doloroso.
- ¿ Ves - le suspiré- que tú no
puedes ir a ninguna parte con los hombres ?
LV - ASNOGRAFÍA
Leo en un Diccionario:
ASNOGRAFÍA, s.f.: Se dice, irónicamente, por descripción del asno. ¡ Pobre asno
! ¡ Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres ! Irónicamente... ¿ Por qué ? ¿
Ni una descripción seria mereces, tú, cuya descripción cierta sería un cuento
de primavera ? ¡ Si al hombre que es bueno debieran decirle asno ! ¡ Si al asno
que es malo debieran decirle hombre ! Irónicamente... De ti, tan intelectual,
amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la mariposa, del sol y del perro,
de la flor y de la luna, paciente y reflexivo, melancólico y amable, Marco
Aurelio de los prados...
Platero, que sin duda
comprende, me mira fijamente con sus ojazos lucientes, de una blanda dureza, en
los que el sol brilla, pequeñito y chispeante en un breve y convexo firmamento
verdinegro. ¡ Ay ! ¡ Si su peluda cabezota idílica supiera que yo le hago
justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben Diccionarios, casi tan
bueno como él ! Y he puesto al margen del libro: ASNOGRAFÍA, sentido figurado:
Se debe decir, con ironía, ¡ claro está !, por descripción del hombre imbécil
que escribe Diccionarios.
LVI - CORPUS
Entrando por la calle de la Fuente , de vuelta del
huerto, las campanas, que ya habíamos oído tres veces desde los Arroyos,
conmueven, con su pregonera coronación de bronce, el blanco pueblo. Su repique
voltea y voltea entre el chispeante y estruendoso subir de los cohetes, negros
en el día, y la chillona metalería de la música.
La calle, recién encalada y
ribeteada de almagra, verdea toda, vestida de chopos y juncias. Lucen las
ventanas colchas de damasco granate, de percal amarillo, de celeste raso, y,
donde hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las últimas casas, en
la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los espejos, que, entre los destellos del
poniente, recoge ya la luz de los cirios rojos que lo gotean todo de rosa.
Lentamente, pasa la procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón de los
panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y San Telmo, Patrón de
los marineros, con su navío de plata en las manos; la bandera gualda, y San
Isidro, Patrón de los labradores, con su yuntita de bueyes; y más banderas de
más colores, y más Santos, y luego, Santa Ana, dando lección a la Virgen niña, y San José,
pardo, y la Inmaculada ,
azul... Al fin, entre la guardia civil, la Custodia , ornada su calada platería, despaciosa
en su nube celeste de incienso.
En la tarde que cae, se alza,
limpio, el latín andaluz de los salmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo,
que viene por la calle del Río, en la cargazón de oro viejo de las dalmáticas y
las capas pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre el ópalo
terso de la hora serena de junio, las palomas tejen sus altas guirnaldas de nieve
encendida...
Platero, en aquel hueco de
silencio, rebuzna. Y su mansedumbre se asocia, con la campana, con el cohete,
con el latín y con la música de Modesto, que tornan al punto, al claro misterio
del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero, se le diviniza...
LVII - PASEO
Por los hondos caminos del
estío, colgados de tiernas madreselvas, ¡ cuán dulcemente vamos ! Yo leo, o
canto, o digo versos al cielo. Platero mordisquea la hierba escasa de los
vallados en sombra, la flor empolvada de las malvas, las vinagreras amarillas.
Está parado más tiempo que andando. Yo lo dejo...
El cielo azul, azul, azul,
asaeteado de mis ojos en arrobamiento, se levanta, sobre los almendros
cargados, a sus últimas glorias. Todo el campo, silencioso y ardiente, brilla.
En el río, una velita blanca se eterniza, sin viento. Hacia los montes la
compacta humareda de un incendio hincha sus redondas nubes negras.
Pero nuestro caminar es bien
corto. Es como un día suave e indefenso, en medio de la vida múltiple. ¡ Ni la
apoteosis del cielo, ni el ultramar a que va el río, ni siquiera la tragedia de
las llamas.
Cuando, entre un olor a
naranjas, se oye el hierro alegre y fresco de la noria, Platero rebuzna y
retoza alegremente. ¡ Qué sencillo placer diario ! Ya en la alberca, yo lleno
mi vaso y bebo aquella nieve líquida. Platero sume en el agua umbría su boca, y
bebotea, aquí y allá, en lo más limpio, avaramente...
LVIII - LOS GALLOS
No sé a qué comparar el
malestar aquél, Platero... Una agudeza grana y oro que no tenía el encanto de
la bandera de nuestra patria sobre el mar o sobre el cielo azul... Sí. Tal vez
una bandera española sobre el cielo azul de una plaza de toros... mudéjar...,
como las estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo y amarillo de disgusto, como en
los libros de Galdós, en las muestras de los estancos, en los cuadros malos de
la otra guerra de África... . Un malestar como el que me dieron siempre las
barajas de naipes finos con los hierros de los ganaderos en los oros, los
cromos de las cajas de tabacos y de las cajas de pasas, las etiquetas de las
botellas de vino, los premios del colegio del Puerto, las estampitas del
chocolate...
¿ A qué iba yo allí o quién me
llevaba ? Me parecía el mediodía de invierno caliente, como un cornetín de la
banda de Modesto... Olía a vino nuevo, a chorizo en regüeldo, a tabaco...
Estaba el diputado, con el
alcalde y el Litri, ese torero gordo y lustroso de Huelva... La plaza del
reñidero era pequeña y verde; y la limitaban, desbordando sobre el aro de
madera, caras congestionadas, como vísceras de vaca en carro o de cerdo en
matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la carnaza del
corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos... Hacía calor y todo - ¡ tan
pequeño: un mundo de gallos !- estaba cerrado.
Y en el rayo ancho del alto
sol, que atravesaban sin cesar, dibujándolo como un cristal turbio, nubaradas
de lentos humos azules, los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias
flores carmines, se despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en saltos
iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con los espolones con
limón... o con veneno. No hacían ruido alguno, ni veían, ni estaban allí
siquiera...
Pero y yo, ¿ por qué estaba
allí y tan mal ? No sé... De vez en cuando, miraba con infinita nostalgia, por
una lona rota que, trémula en el aire, me parecía la vela de un bote de la Ribera , un naranjo sano que
en el sol puro de fuera aromaba el aire con su carga blanca de azahar... ¡ Qué
bien - perfumaba mi alma- ser naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto !
... Y, sin embargo, no me iba...
LIX - ANOCHECER
En el recogimiento pacífico y
rendido de los crepúsculos del pueblo, ¡ qué poesía cobra la adivinación de lo
lejano, el confuso recuerdo de lo apenas conocido ! Es un encanto contagioso
que retiene todo el pueblo como enclavado en la cruz de un triste y largo
pensamiento.
Hay un olor al nutrido grano
limpio que, bajo las frescas estrellas, amontona en las eras sus vagas colinas-
¡ oh Salomón !- tiernas y amarillentas. Los trabajadores canturrean por lo
bajo, en un soñoliento cansancio. Sentadas en los zaguanes, las viudas piensan
en los muertos, que duermen tan cerca, detrás de los corrales. Los niños
corren, de una sombra a otra, como vuelan de un árbol a otro los pájaros...
Acaso, entre la luz ombría que
perdura en las fachadas de cal de las casas humildes, que ya empiezan a
enrojecer las farolas de petróleo, pasan vagas siluetas terrosas, calladas,
dolientes - un mendigo nuevo, un portugués que va hacia las rozas, un ladrón
acaso- , que contrastan, en su oscura apariencia medrosa, con la mansedumbre
que el crepúsculo malva, lento y místico, pone el las cosas conocidas... Los
chiquillos se alejan, y en el misterio de las puertas sin luz, se habla de unos
hombres que «sacan el unto a los niños para curar a la hija del rey, que está
hética»...
LX - EL SELLO
Aquél tenía la forma de un
reloj, Platero. Se abría la cajita de plata y aparecía, apretado contra el paño
de tinta morada, como un pájaro en su nido. ¡ Qué ilusión cuando, después de
oprimirlo un momento contra la palma blanca, fina y malva de mi mano, aparecía
en ella la estampilla: Francisco Ruiz, Moguer.
¡ Cuánto soñé yo con aquel
sello de mi amigo del colegio de don Carlos !. Con una imprentilla que me
encontré arriba, en el escritorio viejo de mi casa, intenté formar uno con mi
nombre. Pero no quedaba bien, y sobre todo, era difícil la impresión. No era
como el otro, que con tal facilidad dejaba, aquí y allá, en un libro, en la
pared, en la carne, su letrero: Francisco Ruiz, Moguer.
Un día vino a mi casa, con
Arias, el platero de Sevilla, un viajante de escritorio. ¡ Qué embeleso de
reglas, de compases, de tintas de colores, de sellos ! Los había de todas las
formas y tamaños. Yo rompí mi alcancía, y con un duro que me encontré, encargué
un sello con mi nombre y pueblo. ¡ Qué larga semana aquélla ! ¡ Qué latirme el
corazón cuando llegaba el coche del correo ! ¡ Qué sudor triste cuando se
alejaban, en la lluvia, los pasos del cartero ! Al fin, una noche, me lo trajo.
Era un breve aparato complicado, con lápiz, pluma, iniciales para lacre... ¡
qué sé yo ! Y dando a un resorte, aparecía la estampilla, nuevecita, flamante.
¿ Quedó algo por sellar en mi
casa ? ¿ Qué no era mío ? Si otro me pedía el sello - ¡ cuidado, que se va a
gastar !- , ¡ qué angustia ! Al día siguiente, con qué prisa alegre llevé al
colegio todo, libros, blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: Juan Ramón
Jiménez, Moguer.
LXI - LA PERRA PARIDA
La perra de que te hablo,
Platero, es la de Lobato, el tirador.
Tú la conoces bien, porque la
hemos encontrado muchas veces por el camino de los Llanos... ¿ Te acuerdas ?
Aquella dorada y blanca, como un poniente anubarrado de mayo... Parió cuatro
perritos, y Salud, la lechera, se los llevó a su choza de las Madres porque se
le estaba muriendo un niño y Luis le había dicho que le diera caldo de
perritos. Tú sabes bien lo que hay de la casa de Lobato al puente de las
Madres, por la pasada de las Tablas...
Platero, dicen que la perra
anduvo como loca todo aquel día, entrando y saliendo, asomándose a los caminos,
encaramándose en los vallados, oliendo a la gente... Todavía a la oración la
vieron, junto a la casilla del celador, en los Hornos, aullando tristemente
sobre unos sacos de carbón, contra el ocaso.
Tú sabes bien lo que hay de la
calle de Enmedio a la pasada de las Tablas... Cuatro veces fue y vino la perra
durante la noche, y cada una se trajo a un perrito en la boca, Platero. Y al
amanecer, cuando Lobato abrió su puerta, estaba la perra en un umbral mirando
dulcemente a su amo, con todos los perritos agarrados, en torpe temblor, a sus
tetillas rosadas y llenas...
LXII - ELLA Y
NOSOTROS
Platero; acaso ella se iba - ¿
adónde ?- en aquel tren negro y soleado que, por la vía alta, cortándose sobre
los nubarrones blancos, huía hacia el norte.
Yo estaba abajo, contigo, en el
trigo amarillo y ondeante, goteado todo de sangre de amapolas a las que ya
julio ponía la coronita de ceniza. Y las nubecillas de vapor celeste - ¿ te
acuerdas ?- entristecían un momento el sol y las flores, rodando vanamente
hacia la nada...
¡ Breve cabeza rubia, velada de
negro !... Era como el retrato de la ilusión en el marco fugaz de la
ventanilla.
Tal vez ella pensara: - ¿
Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo de plata ?
¡ Quiénes habíamos de ser !
Nosotros..., ¿ verdad, Platero ?
LXIII - GORRIONES
La mañana de Santiago está
nublada de blanco y gris, como guardada en algodón. Todos se han ido a misa.
Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.
¡ Los gorriones ! Bajo las
redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡ cómo entran y salen
en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos ! éste cae sobre una
rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo en un
charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende,
lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva.
¡ Benditos pájaros, sin fiesta
fija ! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una
dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales
obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan a
los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más Dios que lo
azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan sin dinero y sin
maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una
fronda, y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben
de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor
sin nombre, la amada universal.
Y cuando las gentes, ¡ las
pobres gentes !, se van a misa los domingos, cerrado las puertas, ellos, en un
alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y
jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen
bien, y algún burrillo tierno - ¿ te juntas conmigo ?- los contemplan
fraternales.
LXIV - FRASCO VÉLEZ
Hoy no se puede salir, Platero.
Acabo de leer en la plazoleta de los Escribanos el bando del alcalde:
«Todo Can que transite por los
andantes de esa Noble Ciudad de Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal,
será pasado por las armas por los Agentes de mi Autoridad.»
Eso quiere decir, Platero, que
hay perros rabiosos en el pueblo. Ya ayer noche, he estado oyendo tiros y más
tiros de la «Guardia municipal nocturna consumera volante», creación también de
Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo, por los Trasmuros.
Lolilla, la tonta, dice alto
por las puertas y ventanas, que no hay tales perros rabiosos, y que nuestro
alcalde actual, así como el otro, Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca la
soledad que dejan sus tiros, para pasar su aguardiente de pita y de higo. Pero,
¿ y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso ? ¡ No quiero pensarlo,
Platero !
LXV - EL VERANO
Platero va chorreando sangre, una
sangre espesa y morada, de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un
pino, que nunca llega... Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño
instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en su ardor,
espectral.
Están los jarales bajos
constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de
seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los
pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se eterniza,
mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos
suenan el latón para asustar a los rabúos, que vienen, en grandes bandos
celestes, por naranjas...
Cuando llegamos a la sombra del
nogal grande, rajo dos sandías, que abren su escarcha grana y rosa en un largo
crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas
del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya, como si fuese agua.
LXVI - FUEGO EN LOS
MONTES
¡ La campana gorda !... Tres...
cuatro toque... - ¡ Fuego !
Hemos dejado la cena, y, encogido
el corazón por la negra angostura de la escalerilla de madera, hemos subido, en
alborotado silencio afanoso, a la azotea.
... ¡ En el campo de Lucena !-
grita Anilla, que ya estaba arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a
la noche... - ¡ Tan, tan, tan, tan ! Al llegar afuera - ¡ qué respiro !- la
campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla los oídos y nos aprieta el
corazón.
- Es grande, es grande... Es un
buen fuego...
Sí. En el negro horizonte de
pinos, la llama distante parece quieta en su recortada limpidez. Es como un
esmalte negro y bermellón, igual a aquella «Caza» de Piero di Cosimo, en donde
el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces brilla con
mayor brío; otras lo rojo se hace casi rosa, del color de la luna naciente...
La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya en ella
para siempre, como un elemento eterno... Una estrella fugaz corre medio cielo y
se sume en el azul, sobre las Monjas... Estoy conmigo...
Un rebuzno de Platero, allá
abajo, en el corral, me trae a la realidad... Todos han bajado... Y en el
escalofrío, con que la blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere,
siento como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía en mi
niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo - Oscar Wilde,
moguereño- , ya un poco viejo, moreno y con rizos canos, vestida su afeminada
redondez con una chupa negra y un pantalón de grandes cuadros en blanco y
marrón, cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar...
LXVII - EL ARROYO
Este arroyo, Platero, seco
ahora, por el que vamos a la dehesa de los Caballos, está en mis viejos libros
amarillos, unas veces como es, al lado del pozo ciego de su prado, con sus
amapolas pasadas de sol y sus damascos caídos; otras, en superposiciones y
cambios alegóricos, mudado, en mi sentimiento, a lugares remotos, no existentes
o sólo sospechados.
Por él, Platero, mi fantasía de
niño brilló sonriendo, como un vilano al sol, con el encanto de los primeros
hallazgos, cuando supe que él, el arroyo de los Llanos, era el mismo arroyo que
parte el camino de San Antonio por su bosquecillo de álamos cantores; que
andando por él, seco, en verano, se llegaba aquí; que echando un barquito de
corcho allí, en los álamos en invierno, venía hasta estos granados, por debajo
del puente de las Angustias, refugio mío cuando pasaban toros...
¡ Qué encanto éste de las
imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido !
Todo va y viene en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como
estampa momentánea de la fantasía... Y anda uno semiciego, mirando tanto
adentro como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la carga de
imágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta y poniéndola en
una orilla verdadera, la poesía que luego nunca más se encuentra, del alma
iluminada.
LXVIII - DOMINGO
La pregonera vocinglería de la
esquila de vuelta, cercana ya, ya distante, resuena en el cielo de la mañana de
fiesta como si todo el azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo ya,
parece que se dora de las notas caídas del alegre revuelo florido.
Todos, hasta el guarda, se han
ido al pueblo para ver la procesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡
Qué paz ! ¡Qué pureza ! ¡ Qué bienestar ! Dejo a Platero en el prado alto, y yo
me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer.
Omar Khayyám...
En el silencio que queda entre
dos repiques, el hervidero interno de la mañana de setiembre cobra presencia y
sonido. Las avispas orinegras vuelen en torno de la parra cargada de sanos
racimos moscateles, y las mariposas, que andan confundidas con las flores,
parece que se renuevan, en una metamorfosis de colorines, al revolar. Es la
soledad como un gran pensamiento de luz.
De vez en cuando, Platero deja
de comer, y me mira... Yo, de vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero...
LXIX - EL CANTO DEL
GRILLO
Platero y yo conocemos bien, de
nuestras correrías nocturnas, el canto del grillo.
El primer canto del grillo, en
el crepúsculo, es vacilante, bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo
y, poco a poco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando
la armonía del lugar y de la hora. De pronto, ya las estrellas en el cielo
verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso de cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van
y vienen; se abren del todo las flores de la noche y vaga por el llano una
esencia pura y divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y
el canto del grillo se exalta, llena todo el campo, es cual la voz de la
sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio, cada nota es
gemela de la otra, en una hermandad de oscuros cristales.
Pasan, serenas, las horas. No
hay guerra en el mundo y duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo
alto de su sueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de la tapia, anda
extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan al pueblo mensajes de
fragancia tierna, cual en una libre adolescencia candorosa y desnuda. Y los
trigos ondean, verdes de luna, suspirando al viento de las dos, de las tres, de
las cuatro... El canto del grillo, de tanto sonar, se ha perdido...
¡ Aquí está ! ¡ Oh canto del
grillo por la madrugada, cuando, corrido de escalofríos, Platero y yo nos vamos
a la cama por las sendas blancas de relente ! La luna se cae, rojiza y
soñolienta. Ya el canto está borracho de luna, embriagado de estrellas,
romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes nubes luctuosas,
bordeadas de la malva azul y triste, sacan el día de la mar, lentamente...
LXX - LOS TOROS
¿ A que no sabes, Platero, a
qué venían esos niños ? A ver si yo les dejaba que te llevasen para pedir
contigo la llave en los toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he
dicho que no lo piensen siquiera...
¡ Venían locos, Platero ! Todo
el pueblo está conmovido con la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y
desentonada, ante las tabernas; van y vienen coches y caballos calle Nueva
arriba, calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la calleja, están preparando el Canario,
ese coche amarillo que les gusta tanto a los niños, para la cuadrilla. Los
patios quedan sin flores, para las presidentas. Da pena ver a los muchachos
andando torpemente por las calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su
puro, oliendo a cuadra y a aguardiente...
A eso de las dos, Platero, en
ese instante de soledad con sol, en ese hueco claro del día, mientras diestros
y presidentas se están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos
iremos por la calleja al campo, como el año pasado...
¡ Qué hermoso el campo en estos
días de fiesta en que todos lo abandonan ! Apenas si en un majuelo, en una
huerta, un viejecito se inclina sobre el cepa agria, sobre el regato puro... A
lo lejos sube sobre el pueblo, como una corona chocarrera, el redondo vocerío,
las palmas, la música de la plaza de toros, que se pierden a medida que uno se
va, sereno, hacia la mar... Y el alma, Platero, se siente reina verdadera de lo
que posee por virtud de su sentimiento, del cuerpo grande y sano de la
naturaleza que, respetado, da a quien lo merece el espectáculo sumiso de su
hermosura resplandeciente y eterna.
LXXI - TORMENTA
Miedo, Aliento contenido. Sudor
frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.)
Silencio... El amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los
ojos. Más silencio... El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un
bostezo que no acaba del todo, como una enorme carga de piedra que cayera del
cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana desierta. (No hay por dónde
huir.) Todo lo débil - flores, pájaros- desaparece de la vida.
Tímido, el espanto mira, por la
ventana entreabierta, a Dios, que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente,
entre desgarrones de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que
no pueden vencer la negrura. El coche de las seis, que parecen las cuatro, se
siente por la esquina, en un diluvio, cantando el cochero por espantar el
miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de prisa.
¡ Ángelus ! Un Ángelus duro y
abandonado solloza entre el tronido. ¿ El último Ángelus del mundo ? Y se
quiere que la campana acabe pronto o que suene más, mucho más, que ahogue la
tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se sabe lo que se
quiere... (No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos.
Los niños llaman desde todas
partes...
- ¿ Qué será de Platero, tan
solo en la indefensa cuadra del corral ?
LXXII - VENDIMIA
Este año, Platero, ¡ qué pocos
burros han venido con uva !.
Es en balde que los carteles
digan con grandes letras: A seis reales. ¿ Dónde están aquellos burros de
Lucena, de Almonte, de Palos, cargados de oro líquido, prieto, chorreante, como
tú, conmigo, de sangre; aquellas recuas que esperaban horas y horas mientras se
desocupaban los lagares ? Corría el mosto por las calles, y las mujeres y los
niños llenaban cántaros, orzas, tinajas...
¡ Qué alegres en aquel tiempo
las bodegas, Platero, la bodega del Diezmo ! Bajo el gran nogal que cayó el
tejado, los bodegueros lavaban, cantando, las botas con un fresco, sonoro y
pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda la pierna, con las jarras de
mosto o de sangre de toro, vivas y espumeantes; y allá en el fondo, bajo el
alpende, los toneleros daban redondos golpes huecos, metidos en la limpia
viruta olorosa... Yo entraba en Almirante por una puerta y salía por la otra -
las dos alegres puertas correspondidas, cada una de las cuales le daba a la
otra su estampa de vida y de luz- , entre el cariño de los bodegueros...
Veinte lagares pisaban día y
noche. ¡ Qué locura, qué vértigo, qué ardoroso optimismo ! Este año, Platero,
todos están con las ventanas tabicadas y basta y sobra con el del corral y con
dos o tres lagareros.
Y ahora, Platero, hay que hacer
algo, que siempre no vas a estar de holgazán.
... Los otros burros han estado
mirando, cargados, a Platero, libre y vago; y para que no lo quieran mal ni
piensen mal de él, me llego con él a la era vecina, lo cargo de uva y lo paso
al lagar, bien despacio, por entre ellos... Luego me lo llevo de allí
disimuladamente...
LXXIII - NOCTURNO
Del pueblo en fiesta, rojamente
iluminado hacia el cielo, vienen agrios valses nostálgicos en el viento suave.
La torre se ve, cerrada, lívida, muda y dura, en el errante limbo violeta,
azulado, pajizo... Y allá, tras las bodegas oscuras del arrabal, la luna caída,
amarilla y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el río.
El campo está solo con sus
árboles y con la sombra de sus árboles. Hay un canto roto de grillo, una
conversación sonámbula de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se
deshiciesen las estrellas...Platero, desde la tibieza de su cuadra, rebuzna
tristemente.
La cabra andará despierta, y su
campanilla insiste agitada, dulce luego. Al fin, se calla... A lo lejos, hacia
Montemayor, rebuzna otro asno... Otro, luego, por el Vallejuelo... Ladra un
perro...
Es la noche tan clara, que las
flores del jardín se ven de su color, como en el día. Por la última casa de la
calle de la Fuente ,
bajo una roja y vacilante farola, tuerce la esquina un hombre solitario... ¿ yo
? No, yo, en la fragante penumbra celeste, móvil y dorada, que hacen la luna,
las lilas, la brisa y la sombra, escucho mi hondo corazón sin par... La esfera
gira, sudorasa y blanda..
LXXIV - SARITO
Para la vendimia, estando yo
una tarde grana en la viña del arroyo, las mujeres me dijeron que un negrito
preguntaba por mí. Iba yo hacia la era, cuando él venia ya vereda abajo:
- ¡ Sarito !
Era Sarito, el criado de
Rosalina, mi novia portorriqueña. Se había escapado de Sevilla para torear por
los pueblos, y venía de Niebla, andando, el capote, dos veces colorado, al
hombro, con hambre y sin dinero.
Los vendimiadores lo acechaban
de reojo, en un mal disimulado desprecio; las mujeres, más por los hombres que
por ellas, lo evitaban. Antes, al pasar por el lagar, se había peleado ya con
un muchacho que le había partido una oreja de un mordisco.
Yo le sonreía y le hablaba
afable. Sarito, no atreviéndose a acariciarme a mí mismo, acariciaba a Platero,
que andaba por allí comiendo uva; y me miraba, en tanto, noblemente...
LXXV - ÚLTIMA SIESTA
¡ Qué triste belleza, amarilla
y descolorida, la del sol de la tarde, cuando me despierto bajo la higuera !
Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia el sudoroso
despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol viejo, me
enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una cuna que
fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto,
las campanas de la tres suenan las vísperas, tras el oleaje de cristal del
aire. Oyéndolas, Platero, que me ha robado una gran sandía de dulce escarcha
grana, de pie, inmóvil, me mira con sus enormes ojos vacilantes, en los que le
anda una pegajosa mosca verde.
Frente a sus ojos cansados, mis
ojos se me cansan otra vez... Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera
volar y a la que, de pronto, se le doblaron las alas.... las alas... mis
párpados flojos, que, de pronto, se cerraran...
LXXVI - LOS FUEGOS
Para septiembre, en las noches
de velada, nos poníamos en el cabezo que hay detrás de la casa del huerto, a
sentir el pueblo en fiesta desde aquella paz fragante que emanaban los nardos
de la alberca. Pioza, el viejo guarda de viñas, borracho en el suelo de la era,
tocaba cara a la luna, hora tras hora, su caracol.
Ya tarde, quemaban los fuegos.
Primero eran sordos estampidos enanos; luego, cohetes sin cola, que se abrían
arriba, en un suspiro, cual un ojo estrellado que viese, un instante, rojo,
morado, azul, el campo; y otros cuyo esplendor caía como una doncellez desnuda
que se doblara de espaldas, como un sauce de sangre que gotease flores de luz.
¡ Oh, qué pavos reales encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué
faisanes de fuego por jardines de estrellas.
Platero, cada vez que sonaba un
estallido, se estremecía, azul, morado, rojo en el súbito iluminarse del
espacio; y en la claridad vacilante, que agrandaba y encogía su sombra sobre el
cabezo, yo veía sus grandes ojos negros que me miraban asustados.
Cuando, como remate, entre el
lejano vocerío del pueblo, subía al cielo constelado la áurea corona giradora
del castillo, poseedora del trueno gordo, que hace cerrar los ojos y taparse
los oídos a las mujeres, Platero huía entre las cepas, como alma que lleva el
diablo, rebuznando enloquecido hacia los tranquilos pinos en sombra.
LXXVII - EL VERGEL
Como hemos venido a la Capital , he querido que
Platero vea El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra de
las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El paso de Platero
resuena en las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a techos
y a techos blancas de flor caída que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y
fino.
¡ Qué frescura y qué olor salen
del jardín, que empapa también el agua, por la sucesión de claros de yedra
goteante de la verja ! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca,
pasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas
moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo engalanado de
granate y oro, con las jarcias ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante;
la niña de los globos, con su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el
barquillero, rendido bajo su lata roja... En el cielo, por la masa de verdor
tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera perduran, mejor
vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas rosas...
Ya en la puerta, y cuando voy a
entrar en el vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla
y su gran reloj de plata:
- Er burro no puéntra, zeñó.
- ¿ El burro ? ¿ Qué burro ? -
le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma
animal...
- ¡ Qué burro ha de zé, zeñó;
qué burro ha de zéee... !
Entonces, ya en la realidad,
como Platero «no puede entrar» por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar,
y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de otra
cosa...
LXXVIII - LA LUNA
Platero acababa de beberse dos
cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento
y distraído, entre los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en
el quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de
las blanduras de setiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte
aliento de pinos.
Una gran nube negra, como una
gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una
colina.
Yo le dije a la luna:
... Ma sola
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
Platero la miraba fijamente y
sacudía, con un duro ruido blando, una oreja. Me miraba absorto y sacudía la
otra...
LXXIX - ALEGRÍA
Platero juega con Diana, la
bella perra blanca que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra gris,
con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante,
delante del burro, sonando su leve campanilla, y hace como que le muerde los
hocicos. Y Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la
embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor.
La cabra va al lado de Platero,
rozándose a sus patas, tirando con los dientes de la punta de las espadañas de
la carga.
Con una clavellina o con una
margarita en la boca, se pone frente a él, le topa en el testuz, y brinca
luego, y bala alegremente, mimosa igual que una mujer...
Entre los niños, Platero es de
juguete. ¡ Con qué paciencia sufre sus locuras ! ¡ Cómo va despacito,
deteniéndose, haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan ! ¡ Cómo los
asusta, iniciando, de pronto, un trote falso ! ¡ Claras tardes del otoño
moguereño ! Cuando el aire puro de octubre afila los límpidos sonidos, sube del
valle un alborozo idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de
ladreos y de campanillas...
LXXX - PASAN LOS
PATOS
He ido a darle agua a Platero.
En la noche serena, toda de nubes vagas y estrellas, se oye, allá arriba, desde
el silencio del corral, un incesante pasar de claros silbidos.
Son los patos. Van tierra
adentro, huyendo de la tempestad marina. De vez en cuando, como si nosotros
hubiéramos ascendido o como si ellos hubiesen bajado, se escuchan los ruidos más
leves de sus alas, de sus picos, como cuando, por el campo, se oye clara la
palabra de alguno que va lejos...
Platero, de vez en cuando, deja
de beber y levanta la cabeza como yo, como las mujeres de Millet, a las
estrellas, con una blanda nostalgia infinita...
LXXXI - LA NIÑA CHICA
La niña chica era la gloria de
Platero. En cuanto de la veía venir hacia él, entre las lilas, con su
vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo dengosa: - ¡ Platero,
Plateriiillo !- , el asnucho quería partir la cuerda, y saltaba igual que un
niño, y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega,
pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba pataditas, le dejaba la mano, nardo
cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes dientes amarillos: o,
cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba con todas las
variaciones mimosas de su nombre:- ¡ Platero ! ¡Platerón ! ¡ Platerillo ! ¡
Platerete ! ¡ Platerucho !
En los largos días en que la
niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de
Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste: ¡ Plateriiilo !... Desde la
casa oscura y llena de suspiros, se oía, a veces, la lejana llamada lastimera
del amigo. ¡ Oh estío melancólico !
¡ Qué lujo puso Dios en ti,
tarde del entierro ! Setiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba. Desde el
cementerio ¡ cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de
la gloria !... Volví por las tapias, solo y mustio, entré en la casa por la
puerta del corral y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a
pensar, con Platero.
LXXXII - EL PASTOR
En la colina, que la
hora morada va tornando oscura y medrosa, el pastorcillo, negro contra el verde
ocaso de cristal, silba en su pito, bajo el temblor de Venus. Enredadas en las
flores, que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma las exalta hasta darles forma
en la sombra en que están perdidas, tintinean paradas, las esquilas claras y
dulces del rebaño, disperso un momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje
conocido.
-Zeñorito, zi eze gurro juera
mío...
El chiquillo, más moreno y más
idílico en la hora dudosa, recogiendo en los ojos rápidos cualquier brillantez
del instante, parece uno de aquellos mendiguillos que pintó Bartolomé Esteban,
el buen sevillano.
Yo le daría el burro... Pero ¿qué
iba yo a hacer sin ti, Platero?
La luna, que sube, redonda,
sobre la ermita de Montemayor, se ha ido derramando suavemente por el prado,
donde aún yerran vagas claridades del día; y el suelo florido parece ahora de
ensueño, no sé qué encaje primitivo y bello; y las rocas son más grandes, más
inminentes y más tristes; y llora más el agua del regato invisible...
Y el pastorcillo grita,
codicioso, ya lejos:
- ¡Ayn! Zi eze gurro juera
míooo...
LXXXIII - EL CANARIO SE MUERE
Mira, Platero, el canario de
los niños ha amanecido hoy muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre
estaba ya muy viejo... El invierno último, tú te acuerdas bien, lo pasó
silencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al entrar esta primavera,
cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y abrían las mejores rosas del
patio, él quiso también engalanar la vida nueva, y cantó pero su voz era
quebradiza y asmática, como la voz de una flauta cascada.
El mayor de los niños, que lo
cuidaba, viéndolo yerto en el fondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a
decir ¡Puej no l’a faltao na: ni comida, ni agua!
No. No le ha faltado nada,
Platero. “Se ha muerto porque sí” , diría Campoamor, otro canario viejo...
¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Ha Platero, habrá un vergel verde sobre el
cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros blancos,
rosas, celestes, amarillos? Oye, a la noche, los niños, tú y yo bajaremos el
pájaro muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata, el
pobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo mustio de un
lirio amarillento Y lo enterraremos en la tierra del rosal grande. A la
primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del corazón de una rosa
blanca. El aire fragante se pondrá canoro, y habrá por el sol de abril un errar
encantado de alas invisibles y un reguero secreto de trinos claros de oro puro.
LXXXIV - LA COLINA
¿No me has visto nunca,
Platero, echado en la colina, romántico y clásico a un tiempo? ...Pasan
los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo, ni siquiera miro. Llega la
noche, y sólo me voy cuando la sombra me quita. No sé cuándo me vi allí por vez
primera y aún dudo si estuve nunca. Ya sabes qué colina digo; la colina roja
aquella que se levanta, como un torso de hombre y de mujer, sobre la viña vieja
de Cobano.
En ella he leído cuanto he
leído y he pensado todos mis pensamientos.
En todos los museos vi este
cuadro mío, pintado por mí mismo: yo, de negro, echado en la arena, de espaldas
a mí, digo a ti o a quien mirara, con mi idea libre entre mis ojos y el
Poniente.
Me llaman, a ver si voy ya a
comer o a dormir, desde la casa de la Piña. Creo que voy, pero no sé si me quedo allí.
Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora no estoy aquí, contigo, ni nunca en
donde esté, ni en la tumba ya muerto; sino en la colina roja, clásica a un
tiempo y romántica, mirando, con un libro en la mano, ponerse el sol sobre el
río...
LXXXV - EL OTOÑO
Ya el sol, Platero, empieza a
sentir pereza de salir de sus sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es
verdad que está desnudo y que hace fresco.
¡Cómo sopla el Norte! Mira, por
el suelo, las ramitas caídas; es el viento tan agudo, tan derecho, que están
todas paralelas, apuntadas al Sur.
El arado va, como una tosca
arma de guerra, a la labor alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda
húmeda, los árboles amarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro,
vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro rápido caminar.
LXXXVI - EL PERRO ATADO
La entrada del otoño es para
mí, Platero, un perro atado, ladrando limpia y largamente, en la soledad de un
corral, de un patio o de un jardín, que comienzan con la tarde a ponerse fríos
y tristes... Dondequiera que estoy, Platero, oigo siempre, en estos días que
van siendo cada vez más amarillos, ese perro atado, que ladra al sol de
ocaso...
Su ladrido me trae, como nada,
la elegía. Son los instantes en que la vida anda toda en el oro que se va, como
el corazón de un avaro en la última onza de su tesoro que se arruina. Y el oro
existe apenas, recogido en el alma avaramente y puesto por ella en todas
partes, como los niños cogen el sol con un pedacito de espejo y lo llevan a las
paredes en sombra, uniendo en una sola las imágenes de la mariposa y de la hoja
seca...
Los gorriones, los mirlos, van
subiendo de rama en rama en el naranjo o en la acacia, más altos cada vez con
el sol. El sol se torna rosa, malva... La belleza hace eterno el momento fugaz
y sin latido, como muerto para siempre aún vivo. Y el perro le ladra, agudo y
ardiente, sintiéndola tal vez morir, a la belleza...
LXXXVII - LA TORTUGA GRIEGA
Nos la encontramos mi hermano y
yo volviendo, un mediodía, del colegio por la callejilla. Era en agosto- ¡aquel
cielo azul Prusia, negro casi, Platero!-, y para que no pasáramos tanto calor,
nos traían por allí, que era más cerca... Entre la hierba de la pared del
granero, casi como tierra, un poco protegida por la sombra del Canario, el
viejo familiar amarillo que en aquel rincón se pudría, estaba, indefensa. La
cogimos, asustados, con la ayuda de la mandadera y entramos en casa anhelantes,
gritando: “¡Una tortuga, una tortuga!” Luego la regamos, porque estaba muy
sucia, y salieron, como de una calcomanía, unos dibujos en oro y negro...
Don Joaquín de la Oliva , el Pájaro Verde y
otros que oyeron a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego, cuando
en los Jesuítas estudié yo Historia Natural, la encontré pintada en el libro,
igual a ella en un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada en la vitrina
grande, con un cartelito que rezaba ese nombre también. Así, no cabe duda,
Platero, de que es una tortuga griega.
Ahí está, desde entonces. De
niños hicimos con ella algunas perrerías: la columpiábamos en el trapecio, le
echábamos a Lord, la teníamos días enteros boca arriba... Una vez, el Sordito
le dio un tiro para que viéramos lo dura que era. Rebotaron los plomos, y uno
fue a matar un pobre palomo blanco que estaba bebiendo bajo el peral.
Pasan meses y meses sin que se
la vea. Un día, de pronto, aparece en el carbón, fija, como muerta. A veces, un
nido de huevos hueros, son señal de su estancia en algún sitio; come con las
gallinas, con los palomos, con los gorriones, y lo que más le gusta es el
tomate. A veces, en primavera, se enseñorea del corral, y parece que ha echado
de su seca vejez eterna y sola una rama nueva; que se ha dado a luz a sí misma
para otro siglo...
LXXXVIII - TARDE DE OCTUBRE
Han pasado las vacaciones y,
con las primeras hojas amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El
sol de la casa, también con hojas caídas, parece vacío, En la ilusión suenan
gritos lejanos y remotas risas...
Sobre los rosales, aún con
flor, cae la tarde, lentamente. Las lumbres del ocaso prenden las últimas
rosas, y el jardín, alzando como una llama de fragancia hacia el incendio del
Poniente, huele todo a rosas quemadas. Silencio.
Platero, aburrido como yo, no
sabe qué hacer. Poco a poco se viene a mí, duda un punto, y, al fin, confiado,
pisando seco y duro en los ladrillos, se entra conmigo por la casa...
LXXXIX - ANTONIA
El arroyo traía tanta agua, que
los lirios amarillos, firme gala de oro de sus márgenes en el estío, se
ahogaban en aislada dispersión, donando a la corriente fugitiva, pétalo a
pétalo, su belleza...
¿Por dónde iba a pasarlo
Antoñilla con aquel traje dominguero?. Las piedras que pusimos se hundieron en
el fango. La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los chopos, a
ver si por allí podía... No podía... Entonces yo le ofrecí a Platero, galante.
Al hablarle yo, Antoñilla se
encendió toda, que mando su arrebol las pecas que picaban de ingenuidad el
contorno de su mirada gris. Luego se echó a reír, súbitamente, contra un
árbol... Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo rosa de estambre,
corrió un punto y, ágil como una galga, se escarranchó sobre Platero, dejando
colgadas a un lado y otro sus duras piernas, que redondeaban, en no sospechada
madurez, los círculos rojos y blancos de las medias bastas.
Platero lo pensó un momento, y,
dando un salto seguro, se clavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla, entre
cuyo rubor y yo estaba ya el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando
por el llano, entre el reír de oro y plata de la muchacha morena sacudida.
...Olía a lirio, a agua, a
amor. Cual una corona de rosas con espinas, el verso que Shakespeare hizo decir
a Cleopatra, me ceñía, redondo, el pensamiento:
¡O
happy horse, ro bear the weight of Antony !
-¡Platero!- le grité, al fin,
iracundo, violento y desentonado...
Después de las largas lluvias
de octubre, en el oro celeste del día abierto, nos fuimos todos a las viñas.
Platero llevaba la merienda y los sombreros de las niñas en un cobujón del
seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna, blanca y rosa, como una flor
de albérchigo, a Blanca.
¡Qué encanto el del campo
renovado! Iban los arroyos rebosantes, estaban blandamente aradas las tierras,
y en los chopos marginales, festoneados todavía de amarillo, se veían ya los
pájaros, negros.
De pronto, las niñas, una
tras otra, corrieron, gritando:
-¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo!
En una cepa vieja, cuyos
largos sarmientos enredados mostraban aún algunas renegridas y carmíneas hojas
secas, encendía el picante sol un claro y sano racimo de ámbar, brilloso como
la mujer en su otoño. ¡Todas lo querían! Victoria, que lo cogió, lo defendía a
su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, con esa dulce obediencia voluntaria
que presta al hombre la niña que va para mujer, me lo cedió de buen grado.
Tenía el racimo cinco
grandes uvas. Le di una a Victoria, una a Blanca, una a Lola, una a Pepa-¡los
niños!-, y la última, entre risas y palmas unánimes, a Platero, que la cogió,
brusco, con sus dientes enormes.
XCI - ALMIRANTE
Tú no lo conociste. Se lo
llevaron antes que tú vinieras. De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla
con su nombre sigue sobre el pesebre que fue suyo, en el que están su silla, su
bocado y su cabestro.
¡Qué ilusión cuando entró en el
corral por vez primera, Platero! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo de
fuerza, de vivacidad, de alegría. ¡Qué bonito era! Todas las mañanas, muy
temprano, me iba con él ribera abajo y galopaba por las marismas levantando las
bandadas de grajos que me rodeaban por los molinos cerrados. Luego subía por la
carretera y entraba, en duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.
Una tarde de invierno vino a mi
casa monsieur Dupont, el de las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó
sobre el velador de la salita unos billetes y se fue con Lauro hacia el
corral. Después, ya anochecido, como en un sueño, vi pasar por la ventana a
monsieur Dupont con Almirante, enganchado en su charret, calle Nueva arriba,
entre la lluvia.
No sé cuántos días tuve el
corazón encogido. Hubo que llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé
qué más, hasta que el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del pensamiento, como
me quitó a Lord y a la niña también, Platero.
Sí, Platero. ¡ Qué buenos
amigos hubierais sido Almirante y tú!
XCII - VIÑETA
Platero, en los húmedos y
blandos surcos paralelos de la oscura haza recién arada, por los que corre ya
otra vez un ligero brote de verdor de las semillas removidas, el sol, cuya
carrera es ya tan corta, siembra, al ponerse, largos regueros de oro sensitivo.
Los pájaros frioleros se van, en grandes y altos bandos, al Moro. La más leve
ráfaga de viento desnuda ramas enteras de sus últimas bojas amarillas.
La estación convida a miramos
el alma, Platero. Ahora tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble.
Y el campo todo se nos mostrará abierto, ante el libro abierto, propicio en su
desnudez al imfinito y sostenido pensamiento solitario.
Mira, Platero, este árbol que,
verde y susurrante, cobijó, no hace un mes aún, nuestra siesta. Solo, pequeño y
seco, se recorta, con un pájaro negro entre las hojas que le quedan, sobre la
triste vehemencia amarilla del rápido Poniente.
XCIII - LA ESCAMA
Desde la calle de la Aceña , Platero, Moguer es
otro pueblo. Allí empieza el barrio de los ma rineros. La gente habla de otro
modo, con términos marinos, con imágenes libres y vistosas. Visten mejor los
hombres, tienen cadenas pesadas y fuman buenos cigarros y pipas largas. ¡Qué
diferencia entre un hombre sobrio, seco y sencillo de la Carretería , por
ejemplo, Raposo, y un hombre alegre, moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de
la calle de la Ribera !
Granadilla, la hija del
sacristán de San Francisco, es de la calle del Coral. Cuando vienen algún día a
casa, deja la cocina vibrando de su viva charla gráfica. Las criadas, que son
una de la Friseta ,
otra del Monturrio, otra de los Hornos, la oyen embobadas. Cuenta de Cádiz, de
Tarifa y de la Isla ;
habla de tabaco de contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de seda, de
plata, de oro... Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su figulina
ligera y rizada en el fino pañuelo negro de espuma...
Las criadas se quedan
comentando sus palabras de colores. Veo a Montemayor mirando una escama de
pescado contra el sol, tapado el ojo izquierdo con la mano... Cuando le
pregunto qué hace, me responde que es la Virgen del Carmen, que se ve, bajo el arco iris,
con su manto abierto y bordado, en la escama; la Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros;
que es verdad, que se lo ha dicho Granadilla...
XCIV - PINITO
¡Eese!... !Eese!... ¡Eese!...
¡... maj tonto que Pinitooo!...
Casi se me había olvidado quién
era Pinito. Ahora, Platero, en este sol suave del otoño, que hace de los
vallados de arena roja un incendio más colorado que caliente, la voz de ese
chiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros, subiendo la cuesta con una
carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito.
Aparece en mi memoria y se borra
otra vez. Apenas puedo recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil, con un
resto de belleza en su sucia fealdad; mas, al querer fijar mejor su imagen, se
me escapa todo, como un sueño con la mañana, y ya no sé tampoco si lo que
pensaba era de él... Quizá iba corriendo casi en cueros por la calle Nueva, en
una mañana de agua, apedreado por los chiquillos; o, en un crepúsculo invernal,
tornaba, cabizbajo y dando tumbos, por las tapias del cementerio viejo, al
Molino de viento, a su cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los
montones de basura y con los mendigos forasteros.
-... maj tonto que Pinitooo!...
¡Eese!...
¡Qué daría yo, Platero, por
haber hablado una vez sola con Pinito, El pobre murió, según dice la Macaria , de una
borrachera, en casa de las Colillas, en la gavia del Castillo, hace ya mucho
tiempo, cuando era yo niño aún, como tú ahora, Platero. Pero ¿sería tonto?
¿Cómo, cómo sería?
Platero, muerto él sin saber yo
cómo era, ya sabes que, según ese chiquillo, hijo de una madre que lo
conoció sin duda, yo soy más tonto que Pinito.
XCV - EL RÍO
Mira, Platero, cómo han puesto
el río entre las minas, el mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja
recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol
poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete.
¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de
los vinateros, laúdes, bergantines, faluchos-El Lobo, La joven Eloísa, el San
Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero; La Estrella , de mi tío, que,
mandaba Picón-, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus
mástiles-¡sus palos mayores, asombro de los niños!-; o iban a Málaga, a Cádiz,
a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre ellos, las lanchas
complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus nombres pintados de
verde, de azul, de blanco, de amarillo, de carmín... Y los pescadores subían al
pueblo sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de
Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de
los ricos comen los pobres la pesca miserable de hoy... Pero el falucho, el
bergantín, el laúd, todos se perdieron.
¡Qué miseria! ¡Ya el
Cristo no ve el aguaje alto en las mareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de
un muerto, mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del río, color de
hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella , desarmada,
negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina de pescado
su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre corazón las ansias, los
niños de los carabineros.
XCVI - LA GRANADA
¡Qué hermosa esta granada,
Platero! Me la ha mandado Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las
Monjas. Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura del agua que la
nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿Vamos a comérnosla?
¡Platero, qué grato gusto
amargo y seco el de la piel, dura y agarrada como una raíz a la tierra! Ahora,
el primer dulzor, aurora hecha breve rubí, de los granos que se vienen pegados
a la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado, sano, completo, con sus velos
finos, el exquisito tesoro de amatistas comestibles, jugosas y fuertes, como el
corazón de no sé qué reina joven. ¡Qué llena está, Platero! Ten, come. ¡Qué
rica! ¡Con qué fruición se pierden los dientes en la abundante sazón alegre y
roja! Espera, que no puedo hablar. Da al gusto una sensación como la del ojo
perdido en el laberinto de colores inquietos de un calidoscopio. ¡Se acabó!
Yo ya no tengo granados,
Platero. Tú no viste los del corralón de la bodega de la calle de las Flores.
Ibamos por las tardes... Por las tapias caídas se veían los corrales de las
casas de la calle del Coral, cada uno con su encanto, y el campo, y el río. Se
oía el toque de las cornetas de los carabineros y la fragua de Sierra... Era el
descubrimiento de una parte nueva del pueblo que no era la mía, en su plena
poesía diaria. Caía el sol y los granados se incendiaban como ricos tesoros,
junto al pozo en sombra que desbarataba la higuera llena de salamanquesas...
¡Granada, fruta
de Moguer, gala de su escudo! ¡Granadas abiertas al sol grana del ocaso!
¡Granadas del huerto de las Monjas, de la cañada del Peral, de Sabariego, con
los reposados valles hondos con arroyos donde se queda el cielo rosa, como en
mi pensamiento, hasta bien entrada la noche!
XCVII - EL CEMENTERIO VIEJO
Yo quería, Platero, que tú
entraras aquí conmigo; por eso te he metido, entre los burros del ladrillero,
sin que te vea el enterrador. Ya estamos en el silencio... Anda...
Mira, éste es el patio de San
José. Ese rincón umbrío y verde, con la verja caída, es el cementerio de los
curas... Este patinillo encalado que se funde, sobre el Poniente, en el sol
vibrante de las tres, es el patio de los niños... Anda... El Almirante... Doña
Benita... La zanja de los pobres, Platero... ¡Cómo entran y salen los gorriones
de los cipreses! ¡Míralos qué alegres! Esa abubilla que ves ahí, en la salvia,
tiene el nido en un nicho... Los niños del enterrador. Mira con qué gusto se
comen su pan con manteca colorada... Platero, mira esas dos mariposas
blancas...
El patio nuevo... Espera...
¿Oyes? Los cascabeles... Es el coche de las tres, que va por la carretera a la
estación... Esos pinos son los del Molino de viento... Doña Lutgarda... El
capitán... Alfredito Ramos, que traje yo, en su cajita blanca, de niño, una
tarde de primavera, con mi hermano, con Pepe Sáenz y con Antonio Rivero...
¡Calla...! El tren de Riotinto que pasa por el puente... Sigue... La pobre
Carmen, la tísica, tan bonita, Platero... Mira esa rosa con sol... Aquí está la
niña, aquel nardo que no pudo con sus ojos negros... Y aquí, Platero, está mi
padre...
Platero...
XCVIII - LIPIANI
Échate a un lado, Platero, y
deja pasar a los niños de la escuela.
Es jueves, como sabes, y han
venido al campo. Unos días los lleva Lipiani a lo del padre Castellano; otros,
al puente de las Angustias; otros, a la Pila. Hoy se conoce que Lipiani está de humor, y,
como ves, los ha traído hasta la
Ermita.
Algunas veces he pensado que
Lipiani te deshombrara-ya sabes lo que es desasnar a un niño, según palabra de
nuestro alcalde- ;pero me temo que te murieras de hambre. Porque el pobre
Lipiani, con el pretexto de la hermandad en Dios y aquello de que los niños se
acerquen a mí, que él explica a su modo, hace que cada niño reparta con él su
merienda, las tardes de campo, que él menudea, y así se come trece mitades él
solo.
¡Mira qué contentos van todos!
Los niños, como corazonazos mal vestidos, rojos y palpitantes, traspasados de
la ardorosa fuerza de esta alegre y picante tarde de octubre. Lipiani,
contoneando su mole blanda en el ceñido traje canela de cuadros, que fue de
Boria, sonriente su gran barba entrecana con la promesa de la comilona bajo el
pino... Se queda el campo vibrando a su paso como un metal policromo, igual que
la campana gorda que ahora, calladas ya a sus vísperas, sigue zumbando sobre el
pueblo como un gran abejorro verde, en la torre de oro desde donde ella ve la
mar.
XCIX - EL CASTILLO
¡Qué bello está el cielo esta
tarde, Platero, con su metálica luz de otoño, como una ancha espada de oro
limpio! Me gusta venir por aquí, porque desde esta cuesta en soledad se ve bien
el ponerse del sol y nadie nos estorba, ni nosotros inquietamos a nadie...
Sólo una casa hay, blanca y
azul, entre las bodegas y los muros sucios que bordean el jaramago y la ortiga,
y se diría que nadie vive en ella. Este es el nocturno campo de amor de la Colilla y de su hija, esas
buenas mozas blancas, iguales casi, vestidas siempre de negro. En esta gavía es
donde se murió Pinito y donde estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí
pusieron los cañones cuando vinieron los artilleros. A don Ignacio, ya tú lo
has visto, confiado, con su contrabando de aguardiente. Además, los toros
entran por aquí de las Angustias, y no hay ni chiquillos siquiera.
...Mira la viña por el arco del
puente de la gavia, roja y decadente, con los hornos de ladrillo y el río
violeta al fondo. Mira las marismas, solas. Mira cómo el sol poniente, al
manifestarse, grande y grana, como un dios visible, atrae a él el éxtasis de
todo y se hunde, en la raya de mar que está detrás de Huelva, en el absoluto
silencio que le rinde el mundo; es decir, Moguer, su campo, tú y yo, Platero.
C - LA PLAZA VIEJA DE TOROS
Una vez más pasa por mí,
Platero, en incogible ráfaga, la visión aquella de la plaza vieja de toros que
se quemó una tarde... de..., que se quemó, yo no sé cuándo...
Ni sé tampoco cómo era por
dentro... Guardo una idea de haber visto- ¿o fue en una estampa de las que
venían en el chocolate que me daba Manolito Flórez?- unos perros chatos,
pequeños y grises, como de maciza goma, echados al aire por un toro negro... Y
una redonda soledad absoluta, con una alta hierba muy verde... Sólo sé cómo era
por fuera, digo por encima; es decir, lo que no era plaza... Pero no había
gente... Yo daba, corriendo, la vuelta por las gradas de pino, con la ilusión
de estar en una plaza de toros buena y verdadera, como las de aquellas
estampas, más alto cada vez; y, en el anochecer de agua que se venía encima, se
me entró, para siempre, en el alma, un paisaje lejano de un rico verdor negro,
a la sombra, digo, al frío del nubarrón, con el horizonte de pinares recortado
sobre una sola y leve claridad corrida y blanca, allá sobre el mar...
Nada más... ¿Qué tiempo estuve
allí? ¿Quién me sacó? ¿Cuándo fue? No lo sé, ni nadie me lo ha dicho,
Platero... Pero todos me responden cuando les hablo de -Sí; la plaza del
Castillo, que se quemó... Entonces sí que venían toreros de Moguer...
CI - EL ECO
El paraje es tan solo, que
parece que siempre hay alguien por él. De vuelta de los montes, los cazadores
alargan por aquí el paso y se suben por los vallados para ver más lejos. Se
dice que, en sus correrías por este término, hacía noche aquí Parrales, el
bandido... La roca roja está contra el naciente y, arriba, alguna cabra
desviada, se recorta, a veces, contra la luna amarilla del anochecer. En la
pradera, una charca que solamente seca agosto, coge pedazos de cielo amarillo,
verde, rosa, ciega casi por las piedras que desde lo alto tiran los chiquillos a
las ranas, o por levantar el agua en un remolino estrepitoso.
...He parado a Platero en la
vuelta del camino, junto al algarrobo que cierra la entrada del prado negro
todo de sus alfanjes secos; y aumentando mi boca con mis manos, he gritado
contra la roca: “¡Platero!”
La roca, con respuesta seca,
endulzada un poco por el contagio del agua próxima, ha dicho: “¡Platero!”
Platero ha vuelto, rápido, la
cabeza, irguiéndola y fortaleciéndola, y con un impulso de arrancar, se ha
estremecido.
“¡Platero!”, he gritado de
nuevo a la roca.
La roca de nuevo ha dicho:
“¡Platero!”
Platero me ha mirado, ha mirado
a la roca y, remangando el labio, ha puesto un interminable rebuzno contra el
cenit.
La roca ha rebuznado larga y
oscuramente con él en un rebuzno paralelo al suyo, con el fin más largo.
Platero ha vuelto a rebuznar.
La roca ha vuelto a rebuznar.
Entonces, Platero, en un rudo
alboroto testarudo,se ha cerrado como un día malo, ha empezado a dar vueltas
con el testuz o en el suelo, queriendo romper la cabezada, huir, dejarme solo,
hasta que me lo he ido trayendo con palabras bajas, y poco a poco su rebuzno se
ha ido quedando solo en su rebuzno, entre las chumberas.
CII - SUSTO
Era la comida de los niños.
Soñaba la lámpara su rosada lumbre tibia sobre el mantel de nieve y los
geranios rojos y las pintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerte
aquel sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres; los
niños discutían como algunos hombres. Al fondo, dando el pecho blanco al
pequeñuelo, la madre, joven, rubia y bella, los miraba sonriendo. Por la
ventana del jardín, la clara noche de estrellas temblaba, dura y fría. De
pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de la madre. Hubo un
súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos corrieron
tras ella, con un raudo alborotar, mirando espantados a la ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en
el cristal su cabezota blanca, agigantada por la sombra, los cristales y el
miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce comedor encendido.
CIII - LA FUENTEVIEJA
Blanca siempre sobre el pinar
siempre verde; rosa o azul, siendo blanca, en la aurora; de oro o malva en la
tarde, siendo blanca; verde o celeste, siendo blanca en la noche; la Fuente vieja, Platero,
donde tantas veces me has visto parado tanto tiempo, encierra en sí, como una
clave o una tumba, toda la elegía del mundo, es decir, el sentimiento de la
vida verdadera. En ella he visto el Partenón, las Pirámides, las catedrales
todas. Cada vez que una fuente, un mausoleo, un pórtico me desvelaron con la
insistente permanencia de su belleza, alternaba en mi duermevela su imagen con
la imagen de la Fuente
vieja. De ella fui a todo. De todo torné a ella. De tal manera está en su
sitio, tal armoniosa sencillez la eterniza, el color y la luz son suyos tan por
entero, que casi se podría coger de ella en la mano, como su agua, el caudal
completo de la vida. La pintó Böcklin sobre Grecia; fray Luis la tradujo;
Beethoven la inundó de alegre llanto; Miguel Ángel se la dio a Rodin.
Es la cuna y es la boda; es la
canción y es el soneto; es la realidad y es la alegría; es la muerte. Muerta
está ahí, Platero, esta noche, como una carne de mármol entre el oscuro y
blando verdor rumoroso; muerta, manando de mi alma el agua de mi eternidad.
CIV - CAMINO
¡Qué de hojas han caído la
noche pasada, Platero! Parece que los árboles han dado una vuelta y tienen la
copa en el suelo y en el cielo las raíces, en un anhelo de sembrarse en él.
Mira ese chopo: parece Lucía, la muchacha titiritera del circo, cuando,
derramada la cabellera de fuego en la alfombra, levanta, unidas, sus finas
piernas bellas, que alarga la malla gris. Ahora, Platero, desde la desnudez de
las ramas, los pájaros nos verán entre las hojas de oro, como nosotros los
veíamos a ellos entre las hojas verdes, en la primavera. La canción suave que
antes cantaron las hojas arriba, ¡en qué seca oración arrastrada se ha tornado
abajo! ¿ Ves el campo, Platero, todo lleno de hojas secas? Cuando volvamos por
aquí, el domingo que viene, no verás una sola. No sé dónde se mueren. Los
pájaros, en su amor de la primavera, han debido de decirles el secreto de ese
morir bello y oculto, que no tendremos tú ni yo, Platero...
CV - PIÑONES
Ahí viene, por el sol de la
calle Nueva, la chiquilla de los piñones. Los trae crudos y tostados. Voy a
comprarle, para ti y para mí, una perra gorda de piñones tostados, Platero.
Noviembre superpone invierno y verano en días dorados y azules. Pica el sol, y
las venas se hinchan como sanguijuelas, redondas y azules... Por las blancas
calles tranquilas y limpias pasa el liencero de la Mancha con su fardo gris al
hombro; el quincallero de Lucena, todo cargado de luz amarilla, sonando su tin
tan que recoge en cada sonido el sol... Y, lenta, pegada a la pared, pintando
con cisco, en larga raya, la cal, doblada con su espuerta, la niña de la Arena , que pregona larga y
sentidamente: “¡A loj tojtaiiitoooj piñoneee...!”
Los novios los comen juntos en
las puertas, trocando, entre sonrisas de llama, meollos escogidos. Los niños
que van al colegio, van partiéndolos en los umbrales con una piedra... Me
acuerdo que, siendo yo niño, íbamos al naranjal de Mariano, en los Arroyos, las
tardes de invierno. Llevábamos un pañuelo de piñones tostados, y toda mi
ilusión era llevar la navaja con que los partíamos, una navaja de cabo de
nácar, labrada en forma de pez, con dos ojitos correspondidos de rubí, al
través de los cuales se veía la torre Eiffel... ¡Qué gusto tan bueno dejan en
la boca los piñones tostados, Platero! ¡Dan un brío, un optimismo! Se siente
uno con ellos seguro en el sol de la estación fría, como hecho ya monumento
inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso la ropa de invierno, y hasta
echaría uno un pulso con León, Platero, o con el Manquito, el mozo de los
coches...
CVI - EL TORO HUIDO
Cuando llego yo, con Platero,
al naranjal, todavía la sombra está en la cañada, blanca de la uña de león con
escarcha. El sol aún no da oro al cielo incoloro y fúlgido, sobre el que la
colina de chaparros dibuja sus más finas aulagas... De cuando en cuando, un
blando rumor ancho y prolongado me hace alzar los ojos. Son los estorninos, que
vuelven a los olivares, en largos bandos, cambiando en evoluciones ideales...
Toco las palmas... El eco...
¡Manuel! .... Nadie... De pronto, un rápido rumor grande y redondo... El
corazón late con un presentimiento de todo su tamaño. Me escondo, con Platero,
en la higuera vieja... Sí, ahí va. Un toro colorado pasa, dueño de la mañana,
olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo que encuentra. Se para un momento
en la colina y llena el valle, hasta el cielo, de un lamento corto y terrible.
Los estorninos, sin miedo, siguen pasando con un rumor que el latido de mi
corazón ahoga, sobre el cielo de rosa. En una polvareda, que el sol que asoma
ya toca de cobre, el toro baja, entre las pitas, al pozo. Bebe un momento, y
luego, soberbio, campeador, mayor que el campo, se va, cuesta arriba, los
cuernos colgados de despojos de vid, hacia el monte, y se pierde, al fin, entre
los ojos ávidos y la deslumbrante aurora, ya de oro puro.
CVII - IDILIO DE NOVIEMBRE
Cuando, anochecido, vuelve
Platero del campo con su blanca carga de ramas de pino para el horno, casi
desaparece bajo la amplia verdura rendida. Su paso es menudo, unido, como el de
la señorita del circo en el alambre, fino, juguetón... Parece que no anda. En
punta las orejas, se diría un caracol debajo de su casa. Las ramas verdes,
ramas que, erguidas, tuvieron cuervos- ¡qué horror !, ¡ahí han estado,
Platero!- , se caen, pobres, hasta el polvo blanco de las sendas secas del
crepúsculo. Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va ya a
diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza, como el año pasado, a
parecer divina...
CVIII - LA YEGUA BLANCA
Vengo triste, Platero... Mira;
pasando por la calle de las Flores, ya en la Portada , en el mismo sitio en que el rayo mató a
los dos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo. Unas chiquillas
casi desnudas la rodeaban, silenciosas.
Purita, la costurera, que
pasaba, me ha dicho que el Sordo llevó esta mañana la yegua al moridero, harto
ya de darle de comer. Ya sabes que la pobre era tan vieja como don Julián y tan
torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar... A eso del mediodía, la yegua
estaba otra vez en el portal de su amo. El, irritado, cogió un rodrigón y la
quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente
y , entre maldiciones y bromas, la yegua. salió, calle arriba, cojeando,
tropezándose. Los chi quillos la seguían con piedras y gritos... Al fin, cayó al
suelo y allí la remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella:
“¡Dejadla morir en paz!”, como si tú o yo hubiésemos estado allí, Platero; pero
fue como una mariposa en el centro de un vendaval.
Todavía, cuando la he visto,
las piedras yacían a su lado, fría ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del
todo, que, ciego en su vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su
blancura era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobre la que el
cielo del anochecer, muy alto con el frío, se aborregaba todo de levísimas
nubecillas de rosa...
CIX - CENCERRADA
Verdaderamente, Platero, que
estaban bien. Doña Camila iba vestida de blanco y rosa, dando lección, con el
cartel y el puntero, a un cochinito. El, Satanás, tenía un pellejo vacío de mosto
en una mano y con la otra le sacaba a ella de la faltriquera una bolsa de
dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo y Concha la Mandadera , que se llevó
no sé qué ropas viejas de mi casa. Delante iba Pepito el Retratado, vestido de
cura, en un burro negro, con un pendón. Detrás, todos los chiquillos de la
calle de Enmedio, de la calle de la
Fuente , de la
Carretería , de la plazoleta de los Escribanos, del callejón
de tío Pedro Tello, tocando latas, cencerros, peroles, almireces, gangarros,
calderos, en rítmica armonía, en la luna llena de las calles. Ya sabes que doña
Camila es tres veces viuda y que tiene sesenta años, y que Satanás, viudo
también, aunque una sola vez, ha tenido tiempo de consumir el mosto de setenta
vendimias. ¡Habrá que oírlo esta noche detrás de los cristales de la casa
cerrada, viendo y oyendo su historia y la de su nueva esposa, en efigie y en
romance!
Tres días, Platero, durará la
cencerrada. Luego, cada vecina se irá llevando del altar de la plazoleta, ante
el que, alumbradas las imágenes, bailan los borrachos, lo que es suyo. Luego
seguirá unas noches más el ruido de los chiquillos. Al fin, só1o quedarán la
luna llena y el romance...
CX - LOS GITANOS
Mírala, Platero. Ahí viene,
calle abajo, en el sol de cobre, derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a
nadie... ¡Qué bien lleva su pasada belleza, gallarda todavía, como en roble, el
pañuelo amarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada
de blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como siempre, tras el
cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos de los gitanos, con sus
hogueras, sus mujeres vistosas y sus burros moribundos, mordisqueando la
muerte, en derredor. ¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán temblando los burros de la Friseta , sintiendo a los
gitanos desde, los corrales bajos! (Yo estoy tranquilo por Platero, porque para
llegar a su cuadra tendrían los gitanos que saltar medio pueblo, y,
además, porque Rengel, el guarda, me quiere y lo quiere a él.) Pero, por
amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la voz:
-¡Adentro, Platero, adentro!
¡Voy a cerrar la cancela, que te van a llevar!
Platero, seguro de que no lo
robarán los gitanos, pasa, trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro
estrépito de hierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de
las flores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo-¡brutote!-, en su
corta fuga, la enredadera azul.
CXI - LA LLAMA
Acércate más, Platero. Ven...
Aquí no hay que guardar etiquetas. El casero se siente feliz a tu lado, porque
es de los tuyos. Alí, su perro, ya sabes que te quiere. Y yo, ¡no te digo nada,
Platero!.. “¡Dioj quiá que no je queme nesta noche muchaj naranja!”
¿No te gusta el fuego, Platero?
No creo que mujer desnuda alguna pueda poner su cuerpo con la llamarada. ¿Qué
cabellera suelta, que brazos, qué piernas resistirían la comparación con estas
desnudeces ígneas? Tal vez no tenga la Naturaleza muestra mejor que el fuego. La casa
está cerrada y la noche fuera y sola; y, sin embargo, !cuánto más cerca que el
campo mismo estamos, Platero, de la Naturaleza , en esta ventana abierta al antro
plutónico! El fuego es el universo dentro de casa. Colorado e interminable,
como la sangre de una herida del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con
todas las memorias de la sangre. Platero, ¡qué hermoso es el fuego! Mira cómo
Alí, casi quemándose en él, lo contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡Qué
alegría! Estamos envueltos en danzas de oro y danzas de sombras. La casa toda
baila, y se achica y se agiganta en juego fácil, como los rusos. Todas las
formas surgen de él, en infinito encanto: ramas y pájaros, el león y el agua,
el monte y la rosa. Mira: nosotros mismos, sin quererlo, bailamos en la pared,
en el suelo, en el techo.
¡Qué locura, qué embriaguez,
qué gloria! El mismo amor parece muerte aquí, Platero.
CXII - CONVALECENCIA
Desde la débil iluminación
amarilla de mi cuarto de convaleciente, blando de alfombras y tapices, oigo
pasar por la calle nocturna, como en un sueño con relente de estrellas, ligeros
burros que retornan del campo, niños que juegan y gritan. Se adivinan cabezotas
oscuras de asnos, y cabecitas finas de niños que, entre los rebuznos, cantan,
con cristal y plata, coplas de Navidad. El pueblo se siente envuelto en una
humareda de castañas tostadas, en un vaho de establos, en un aliento de hogares
en paz... Y mi alma se derrama, purificadora, como si un raudal de aguas
celestes le surtiera de la peña en sombra del corazón. ¡Anochecer de
redenciones! ¡Hora íntima, fría y tibia a un tiempo, llena de claridades
infinitas !Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre las estrellas.
Contagiado, Platero rebuzna en su cuadra, que, en este instante de cielo
cercano, parece que está muy lejos... Yo lloro, débil, conmovido y solo, igual
que Fausto...
CXIII - EL BURRO VIEJO
...En fin, anda tan cansado
que a cada paso se pierde...
(El potro rucio del Alcayde de los Vélez)
Romancero General
que a cada paso se pierde...
(El potro rucio del Alcayde de los Vélez)
Romancero General
No sé cómo irme de aquí,
Platero. ¿Quién lo deja ahí al pobre, sin guía y sin amparo?
Ha debido de salirse del
moridero. Yo creo que no nos oye ni nos ve. Ya lo viste esta mañana en ese
mismo vallado, bajo las nubes blancas, alumbrada su seca miseria mohina, que
llenaban de islas vivas las moscas, por el sol radiante, ajeno a la belleza
prodigiosa del día de invierno. Daba una lenta vuelta, como sin oriente, cojo
de todas las patas, y se volvía otra vez al mismo sitio. No ha hecho más que
mudar de lado. Esta mañana miraba al Poniente y ahora mira al Naciente. ¡Qué
traba la de la vejez, Platero! Ahí tienes a ese pobre amigo, libre y sin irse,
aun viniendo ya hacia él la primavera. ¿O es que está muerto, como Bécquer, y
sigue en pie, sin embargo? Un niño podría dibujar su contorno fijo, sobre el
cielo del anochecer.
Ya lo ves... Lo he querido
empujar y no arranca... Ni atiende a las llamadas... Parece que la agonía lo ha
sembrado en el suelo...
Platero, se va a morir de frío
en ese vallado alto, esta noche, pasado por el Norte... No sé cómo irme de
aquí; no sé qué hacer. Platero...
CXIV - EL ALBA
En las lentas madrugadas de
invierno, cuando los gallos alertas ven las primeras rosas del alba y las
saludan galantes, Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. ¡Cuán dulce su
lejano despertar, en la luz celeste que entra por las rendijas de la alcoba!
Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi lecho mullido.
Y pienso en lo que habría sido
del pobre Platero si en vez de caer en mis manos de poeta hubiese caído en las
de uno de esos carboneros que van, todavía de noche, por la dura escarcha de
los caminos solitarios, a robar los pinos de los montes, o en las de uno de
esos gitanos astrosos que pintan los burros y les dan arsénico y les ponen
alfileres en las orejas para que no se les caigan.
Platero rebuzna de nuevo.
¿Sabrá que pienso en él? ¿Qué me importa? En la ternura del amanecer,
su recuerdo me es grato como el
alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadra tibia y blanda como una
cuna, amable como mi pensamiento.
CXV - FLORECILLAS
A MI MADRE.
Cuando murió Mamá Teresa, me
dice mi madre, agonizó con un delirio de flores. Por no sé qué asociación,
Platero, con las estrellitas de colores de mi sueño de entonces, niño
pequeñito, pienso, siempre que lo recuerdo, que las flores de su delirio fueron
las verbenas, rosas, azules, moradas.
No veo a Mamá Teresa más que a
través de los cristales de colores de la cancela del patio, por los que
yo miraba azul o grana la luna y el Sol, inclinada tercamente sobre las macetas
celestes o sobre los arrriates blancos. Y la imagen permanece sin voler la cara
—porque yo no me acuerdo cómo era—,bajo el sol de la siesta de agosto o bajo
las lluviosas tormentas de septiembre.
En su delirio dice mi madre que
llamaba a no sé qué jardinero invisible, Platero. El que fuera, debió de
llevársela por una vereda de flores, de verbenas, dulcemente. Por ese camino
torna ella, en mi memoria, a mí, que la conservo a su gusto en mi sentir
amable, aunque fuera del todo de mi corazón, como entre aquellas sedas finas
que ella usaba, sembradas todas de flores pequeñitas, hermanas también de los heliotropos
caídos del huerto y de las lucecillas fugaces de mis noches de niño.
CXVI - NAVIDAD
¡La candela en el campo!... Es
tarde de Nochebuena, y un sol opaco y débil clarea apenas en el cielo crudo,
sin nubes, todo gris en vez de todo azul, con un indefinible amarillor en el
horizonte de Poniente... De pronto, salta un estridente crujido de ramas verdes
que empiezan a arder; luego, el humo apretado, blanco como armiño, y la llama,
al fin, que limpia el humo y puebla el aire de puras lenguas momentáneas, que
parecen lamerlo.
¡Oh la llama en el viento!
Espíritus rosados, amarillos, malvas, azules, se pierden no sé donde,
taladrando un secreto cielo bajo; ¡y dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo,
tibio ahora, de diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena de los felices!
Las jaras vecinas se derriten.
El paisaje, a través del aire caliente, tiembla y se purifica como si fuese de
cristal errante. Y los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen
alrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos arrecidas, y
echan en las brasas bellotas y castañas, que revientan, en un tiro.
Y se alegran luego, y
saltan sobre el fuego que ya la noche va enrojeciendo, y cantan:
...Camina, María,
camina José...
camina José...
Yo les traigo a Platero, y se
lo doy, para que jueguen con él.
CXVII - LA CALLE DE LA RIBERA
Aquí, en esta casa grande, hoy
cuartel de la Guardia
Civil , nací yo, Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico
me parecía este pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus estrellas de
cristales de colores! Mira por la cancela, Platero; todavía las lilas, blancas
y lilas, y las campanillas azules engalanan, colgando la verja de madera,
negras por el tiempo, del fondo del patio, delicia de mi edad primera. Platero,
en esta esquina de la calle de las Flores se ponían por la tarde los marineros,
con sus trajes de paño de varios azules, en hazas, como el campo de octubre. Me
acuerdo que me parecían inmensos; que, entre sus piernas, abiertas por la
costumbre del mar, veía yo, allí abajo, el río, con sus listas paralelas de
agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y amarillas; con un
lento bote en el encanto del otro brazo del río; con las violentas manchas
coloradas en el cielo del Poniente... Después, mi padre se fue a la calle
Nueva, porque los marineros andaban siempre navaja en mano, porque los
chiquillos rompían todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y
porque en la esquina hacía siempre mucho viento...
Desde el mirador se ve el mar.
Y jamás se borrará de mi memoria aquella noche en que nos subieron a los niños
todos, temblorosos y ansiosos, a ver el barco inglés aquel que estaba ardiendo
en la Barra.. .
CXVIII - EL INVIERNO
Dios está en su palacio de
cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve. Y las últimas flores que el
otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas exangües, se cargan de
diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un Dios. Mira
esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la
nueva flor brillante, como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la
mía.
El agua debe de ser tan alegre
como el sol. Mira, si no, cuál corren, felices, los niños bajo ella, recios v
colorados, al aire las piernas. Ve cómo los gorriones se entran todos, en
bullanguero bando súbito, en la yedra, en la escuela, Platero, como dice
Darbón, tu médico.
Llueve. Hoy no vamos al campo.
Es día de contemplaciones. Mira cómo corren las canales del tejado. Mira cómo
se limpian las acacias, negras ya y un poco doradas todavía; cómo torna a
navegar por la cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre la hierba.
Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán bello el arco iris que sale
de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a nuestro lado.
CXIX - LECHE DE BURRA
La gente va más deprisa y tose
en el silencio de la mañana de diciembre. El viento vuelca el toque de misa en
el otro lado del pueblo. Pasa vacío el coche de las siete... Me despierta otra
vez un vibrador ruido de los hierros de la ventana... ¿Es que el cielo ha atado
a ella otra vez, como todos los años, su burra? Corren presurosas las lecheras
arriba y abajo, con su cántaro de lata en el vientre, pregonando su blanco
tesoro en el frío. Esta leche que saca el ciego a su burra es para los catarrosos.
Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor, si es posible, cada
día, cada hora, de su burra. Parece ella entera un ojo ciego de su amo... Una
tarde, yendo yo con Platero por la cañada de las Animas, me vi al ciego dando
palos a diestro y siniestro tras la pobre burra, que corría por los prados,
sentada casi en la hierba mojada. Los palos caían en un naranjo, en la noria,
en el aire, menos fuertes que los juramentos que, de ser sólidos, habrían
derribado el torreón del Castillo . . . No quería la pobre burra vieja más
advientos, y se defendía del Destino vertiendo en lo infecundo de la tierra,
como Onán, la dádiva de algún burro desahogado... El ciego, que vive su oscura
vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa, dos dedos del
néctar de los burrillos, quería que l a burra detuviese, en pie, el don
fecundo, causa de su dulce medicina. Y ahí está la burra, rascando su miseria
en los hierros de la ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, de
viejos fumadores, tísicos y borrachos...
CXX - NOCHE PURA
Las almenadas azoteas blancas
se cortan secamente sobre el alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte
silencioso acaricia, vivo, con su pura agudeza. Todos creen que tienen frío, y
se esconden en las casas y las cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio,
tú con tu lana y con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario.
¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre de piedra tosca con
remate de plata libre! ¡Mira cuánta estrella! De tantas como son, marean. Se
diría el cielo un mundo de niños, que le está rezando a la tierra un encendido
rosario de amor ideal. ¡Platero, Platero! ¡Diera yo toda mi vida y anhelara que
tú quisieras dar la tuya por la pureza de esta alta noche de enero, sola, clara
y dura!
CXXI - LA CORONA DE PEREJIL
A ver quien llega antes! El
premio era un libro de estampas, que yo había recibido la víspera, de Viena.
¡A ver quién llega antes a las
violetas!... A la una... A las dos... A las tres!
Salieron las niñas corriendo,
en un alegre alboroto blanco y rosa al sol amarillo. Un instante, se oyó en el
silencio que cl esfuerzo mudo de sus pechos abría en la mañana, la hora lenta
que daba el reloj de la torre del pueblo. el menudo cantar de un mosquitito en
la colina de los pinos, que llenaban los lirios azules, el venir del agua en el
regato... Llegaban las niñas al primer naranjo, cuando Platero, que
holgazaneaba por allí, contagiado del juego, se unió a ellas en su vivo correr.
Ellas, por no perder, no pudieron protestar ni reírse siquiera... yo les
gritaba: “¡Que gana Platero! ¡Que gana Platero!” Sí; Platero llegó a las
violetas antes que ninguna, y se quedó allí, revolcándose en la arena.
Las niñas volvieron,
protestando sofocadas, subiéndose las medias, cogiéndose el cabello: “¡Eso no
vale! . ¡Eso no vale! ¡Pues no! ¡Pues no! ¡ Pues no, ea!”
Les dije que aquella carrera la
había ganado Platero, y que era justo premiarlo de algún modo. Que bueno, que
el libro, como Platero no sabía leer, se quedaría para otra carrera de ellas;
pero que a Platero había que darle un premio. Ellas, seguras ya del libro,
saltaban y reían, rojas: “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!” Entonces, acordándome de mí
mismo, pensé que Platero tendría el mejor premio en su esfuerzo, como yo en mis
versos. Y cogiendo un poco de perejil del cajón de la puerta de la casera, hice
una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugaz y máximo, como a un
lacedemonio.
CXXII - LOS REYES MAGOS
¡Qué ilusión, esta noche, la de
los niños, Platero! No era posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue
rindiendo: a uno, en una butaca; a otro, en el suelo, al arrimo de la chimenea;
a Blanca, en una silla baja; a Pepe, en el poyo de la ventana, la cabeza sobre
los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes... Y ahora, en el fondo de
esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón pleno y sano, el sueño
de todos, vivo y mágico. Antes de la cena, subí con todos. ¡Qué alboroto por la
escalera, tan medrosa para ellos otras noches! ‘’A mí no me da miedo de la
montera, Pepe; ¿y a ti?’’, decía Blanca, cogida muy fuerte de mi mano. Y
pusimos en el balcón, entre las cidras, los zapatos de todos. Ahora, Platero,
vamos a vestirnos, Montemayor, Tita, María Teresa, Polilla, Perico, tú y yo,
con sábanas y colchas y sombreros antiguos. Y a las doce pasaremos ante la
ventana de los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando almireces,
trompetas y el caracol que está en el último cuarto. Tú irás delante conmigo,
que seré Gaspar y llevaré unas barbas blancas de estopa, y llevarás, como un
delantal, la bandera de Colombia, que he traído de casa de mi tío, el cónsul...
Los niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de los
ojos asombrados, se asomarán en camisa a los cristales, temblorosos y
maravillados. Después, seguiremos en su sueño toda la madrugada, y mañana,
cuando, ya tarde, los deslumbre el cielo azul por los postigos, subirán, a
medio vestir, al balcón, y serán dueños de todo el tesoro. El año pasado nos
reímos mucho. ¡Ya verás cómo nos vamos a divertir esta noche, Platero,
camellito mío!
CXXIII - MONS—URIUM
El Monturrio,
hoy. Las colinitas rojas, más pobres cada día por la cava de los areneros, que,
vistas desde el mar, parecen de oro y que nombraron los romanos de ese modo
brillante y alto. Por él se va, más pronto que por el cementerio, al Molino de
viento. Asoma ruinas por doquiera, y en sus viñas, los cavadores sacan huesos,
monedas y tinajas. Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si paró en
mi casa, que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo esta palmera o
la otra hospedería... Está cerca y no va lejos, y ya sabes los dos regalos que
nos trajo de América. Los que me gusta sentir bajo mí, como una raíz fuerte,
son los romanos, los que hicieron ese hormigón del Castillo que no hay pico ni
golpe que arruine, en el que no fue posible clavar la veleta de la Cigüeña , Platero... No
olvidaré nunca el día en que, muy niño, supe este nombre: Monsurium,
Se me ennobleció de pronto el Monturrio y para siempre. Mi nostalgia de lo
mejor, ¡tan triste en mi pobre pueblo!, halló un engaño deleitable. ¿A quién
tenía yo que envidiar ya? ¿Qué antigüedad, qué ruina—catedral o castillo podría
ya retener mi largo pensamiento sobre los ocasos de la ilusión? Me encontré de
pronto como sobre un tesoro inextinguible. Moguer, Monte de oro, Platero;
puedes vivir y morir contento.
CXXIV - EL VINO
Platero, te he dicho que el
alma de Moguer es el pan, No. Moguer es como una caña de cristal grueso y
claro, que espera todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro.
Llegado septiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta
el borde, de vino y se derrama casi siempre como un corazón generoso. Todo el
pueblo huele entonces a vino, más o menos generoso, y suena a cristal. Es como
si el sol se donara en líquida hermosura y por cuatro cuartos, por el gusto de
encerrarse en el recinto
transparente del pueblo blanco,
y de alegrar su sangre buena. Cada casa es, en cada calle, como una botella en
la estantería de Juanito Miguel o del Realista, cuando el Poniente las toca de
sol. Recuerdo La fuente de la indolencia, de Turner, que parece pintada toda,
en su amarillo limón, con vino nuevo. Así Moguer, fuente de vino que, como la
sangre, acude a cada herida suya, sin término; manantial de triste alegría que,
igual al sol de abril, sube a la primavera cada año, pero cayendo cada día.
CXXV - LA FÁBULA
Desde niño, Platero, tuve un
horror instintivo al apólogo, como a la iglesia, a la Guardia Civil , a los
toreros y al acordeón. Los pobres animales, a fuerza de hablar tonterías por
boca de los fabulistas, me parecían tan odiosos como en el silencio de las
vitrinas hediondas de la clase de Historia Natural. Cada palabra que decían,
digo, que decía un señor acatarrado, rasposo y amarillo, me parecía un ojo de
cristal, Un alambre de ala, un soporte de rama falsa. Luego, cuando vi en los
circos de Huelva y de Sevilla animales amaestrados, la fábula, que había
quedado, como las planas y los premios, en el olvido de la escuela dejada,
volvió a surgir como una pesadilla desagradable de mi adolescencia.
Hombre ya, Platero, un
fabulista, Jean de La
Fontaine , de quien tú me has oído tanto hablar y repetir, me
reconcilió con los animales palantes; y un verso suyo, a veces, me parecía voz
verdadera del grajo, de la paloma o de la cabra. Pero siempre dejaba sin leer
la moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma caída del final. Claro está,
Platero, que tú no eres un burro en el sentido vulgar de la palabra, ni con
arreglo a la definición del Diccionario de la Academia Española.
Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo. Tú tienes tu idioma y no el mío, como
no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor. Así, no temas que vaya yo
nunca, como has podido pensar entre mis libros, a hacerte héroe charlatán de
una fabulilla, trenzando tu expresión sonora con la de la zorra o el jilguero,
para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana del apólogo. No,
Platero.
CXXVI - CARNAVAL
¡Qué guapo está hoy Platero! Es
lunes de Carnaval, y los niños, que se han disfrazado vistosamente de toreros,
de payasos y de majos, le han puesto el aparejo moruno, todo bordado, en rojo,
verde, blanco y amarillo, de recargados arabescos.
Agua, sol y frío. Los redondos
papelillos de colores van rodando paralelamente por la acera, al viento agudo
de la tarde, y las máscaras, ateridas, hacen bolsillos de cualquier cosa para
las manos azules. Cuando hemos llegado a la plaza, unas mujeres vestidas de
locas, con largas camisas blancas, coronados los negros y sueltos cabellos con
guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero en medio de su coro
bullanguero y, unidas por las manos, han girado alegremente en torno de él.
Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y, como un alacrán cercado
por el fuego, intenta, nervioso, huir por doquiera. Pero, como es tan pequeño,
las locas no lo temen y siguen girando, cantando y riendo a su alrededor. Los
chiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda la plaza es ya
un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de risas, de coplas, de
panderetas y almireces...
Por fin, Platero, decidido
igual que un hombre, rompe el corro y se viene a mí trotando y llorando, caído
el lujoso aparejo. Como yo, no quiere nada con los Carnavales... No servimos
para estas cosas...
CXXVII - LEÓN
Voy yo con Platero, lentamente,
a un lado cada uno de los poyos de la plaza de las Monjas, solitaria y alegre
en esta calurosa tarde de febrero, el temprano ocaso comenzado ya, en un malva
diluído en oro, sobre el hospital, cuando de pronto siento que alguien más está
con nosotros. Al volver la cabeza, mis ojos se encuentran con las palabras: don
Juan... Y León da una palmadita... Sí, es León, vestido ya y perfumado para la
música del anochecer, con su saquete a cuadros, sus botas de hilo blanco y
charol negro, su descolgado pañuelo de seda verde y, bajo el brazo, los
relucientes platillos. Da una palmadita y me dice que a cada uno le concede
Dios lo suyo; que si yo escribo en los diarios..., él con ese oído que tiene,
es capaz... “Y a v’osté, don Juan, loj platiyo... El ijtrumento más difisi...
El uniquito que ze toca zin papé...”Si él quisiera fastidiar a Modesto, con ese
oído, pues silbaría, antes que la banda las tocara, las piezas nuevas. “Ya
v’osté... Ca cuá tié lo zuyo... Ojté ejcribe en loj diario... Yo tengo más
juersa que Platero... Toq’ust’ aquí... “Y me muestra su cabeza vieja y
despelada, en cuyo centro, como la meseta castellana, duro melón viejo y seco,
un gran callo es señal clara de su duro oficio. Da una palmadita, un salto, y
se va silbando, un guiño en los ojos con viruelas, no sé qué pasodoble, la
pieza nueva, sin duda, de la noche. Pero vuelve de pronto y me da una tarjeta:
LEON
Decano de los mozos de cuerda de Moguer
Decano de los mozos de cuerda de Moguer
CXXVIII - EL MOLINO DE VIENTO
¡Qué grande me parecía
entonces, Platero, esta charca, y qué alto ese circo de arena roja! ¿ Era en
esta agua donde se reflejaban aquellos pinos agrios, llenando luego mi sueño
con su imagen de belleza?
¿Era éste el balcón desde donde
yo vi una vez el paisaje más claro de mi vida, en una arrobadora música del
sol? Sí, las gitanas están y el miedo a los toros vuelve. Está también, como
siempre, un hombre solitario
—¿el mismo, otro? un Caín
borracho que dice cosas sin sentido a nuestro paso, mirando con su único ojo al
camino, a ver si viene gente... y desistiendo al punto... Está el abandono y
está la elegía. pero ¡qué nuevo aquél, y ésta qué arruinada!
Antes de volverle a ver en él
mismo, Platero, creí ver ese paraje, encanto de mi niñez, en un cuadro de
Courbet y en otro de Böcklin. yo siempre quise pintar su esplendor, rojo frente
al ocaso de otoño, doblado con sus pinetes en la charca de cristal que socava
la arena... Pero sólo que, ornada de jaramago, una memoria, que no resiste la
insistencia, como un papel de seda al lado de una llama brillante, en el sol
mágico de mi infancia.
CXXIX - LA TORRE
No, no puedes subir a la torre.
Eres demasiado grande. ¡Si fuera la
Giralda de Sevilla! ¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el
balcón del reloj se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de
cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil. Luego, desde el
del Sur, que rompió la campana gorda cuando la subieron, se ve el patio del
Castillo, y se ve el Diezmo, y se ve, en la marea, el mar. Más arriba, desde
las campanas, se ven cuatro pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de
Riotinto y la Virgen
de la Peña. Después
hay que guindar por la barra de hierro y allí le toca rías los pies a Santa
Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza, saliendo por la puerta del templete.
entre los azulejos blancos y azules, que el sol rompe en oro, sería el asombro
de los niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia , de donde subiría
a ti, agudo y claro, su gritar de júbilo. ¡A cuántos triunfos tienes que
renunciar, pobre Platero! ¡Tu vida es tan sencilla como el camino corto del
Cementerio viejo!
CXXX - LOS BURROS DEL ARENERO
Mira, Platero, los burros del
Quemado; lentos, caídos, con su picuda y roja carga de mojada arena, en la que
llevan clavada, como en el corazón, la vara de acebuche verde con que les
pegan...
CXXXI - MADRIGAL
Mírala, Platero. Ha dado, como
el caballito del circo por la pista, tres vueltas en redondo por el jardín,
blanca como la leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la
tapia. Me la figuro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo a
través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, son dos
mariposas: una blanca, ella; otra negra, su sombra. Hay, Platero, bellezas
culminantes que en vano pretenden otras ocultar. Como en el rostro tuyo los
ojos son el primer encanto, la estrella es el de la noche y la rosa y la
mariposa lo son del jardín matinal. Platero, ¡mira qué bien vuela! ¡Qué
regocijo debe de ser para ella el volar así! Será como es para mí, poeta
verdadero, el deleite del verso, Toda se interna en su vuelo, de ella misma a
su alma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín.
Cállate, Platero...
Mírala. ¡Qué delicia verla
volar así, pura y sin ripio.
CXXXII - LA MUERTE
Encontré a Platero echado en su
cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y
quise que se levantara... El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano
arrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié
de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico. El viejo Darbón, así que lo
hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el
pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó... Que el
infeliz se iba... Nada... Que un dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra,
entre la hierba...
A mediodía, Platero estaba
muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus
patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese
pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la
mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio,
encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba
una bella mariposa de tres colores...
CXXXIII - NOSTALGIA
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves cómo se ríe en paz, clara y fría, el agua de la noria del
huerto; cuál vuelan, en la luz última, las afanosas abejas en torno del romero
verde y malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves pasar por la
cuesta roja de la Fuente vieja los borriquillos de las lavanderas,
cansados, cojos, tristes en la inmensa pureza que une tierra y cielo en un solo
cristal de esplendor?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Verdad que ves a los niños
corriendo arrebatados entre las jaras, que tienen posadas en sus ramas sus
propias flores, liviano enjambre de vagas mariposas blancas, goteadas de
carmín?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Platero, ¿verdad que tú nos
ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír, sí, sí, yo oigo en el Poniente
despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno
lastimero...
CXXXIV - EL BORRIQUETE
Puse en el borriquete de madera
la silla, el bocado y el ronzal del pobre Platero, y lo llevé todo al granero
grande, al rincón en donde están las cunas olvidadas de los niños. El granero
es ancho, silencioso, soleado. Desde él se ve todo el campo moguereño: el
Molino de viento, rojo, a la izquierda; enfrente, embozado en pinos, Montemayor,
con su ermita blanca; tras de la iglesia, el recóndito huerto de la Piña ; en el Poniente, el mar,
alto y brillante en las mareas del estío. Por las vacaciones, los niños se van
a jugar al granero. Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas;
hacen teatros, con periódicos pintados de almagra; iglesias, colegios...
A veces se suben en el
borriquete sin alma, y con un jaleo inquieto y raudo de pies y manos, trotan
por el prado de sus sueños:
—¡Arre, Platero! ¡Arre,
Platero!
CXXXV - MELANCOLÍA
Esta tarde he ido con los niños
a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la Piña , al pie del pino redondo
y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios
amarillos. Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda
pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire
de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo. Los niños, así que
iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis
ojos me llenaban de preguntas ansiosas. —¡Platero, amigo!—le dije yo a la
tierra—; si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu
lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero,
dime: ¿te acuerdas aún de mí? , Y, cual contestando a mi pregunta, una leve
mariposa blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que
un alma, de lirio en lirio...
CXXXVI - A PLATERO - EN EL CIELO DE MOGUER
Dulce Platero trotón, burrillo
mío, que llevaste mi alma tantas veces —¡sólo mi alma!— por aquellos hondos
caminos de nopales, de malvas y de madreselvas; a ti este libro que habla de ti
ahora que puedes entenderlo.
Va a tu alma, que ya pace en el
Paraíso, por el alma de nuestros paisajes moguereños, que también habrá subido
al cielo con la tuya; lleva montada en su lomo de papel a mi alma, que,
Caminando entre zarzas en flor a su ascensión, se hace más buena, más pacífica,
más pura cada día.
Sí. Yo sé que, a la caída de la
tarde, cuando, entre las oropéndolas y Ios azahares, llego lento y pensativo,
por el naranjal solitario, al pino que arrulla tu muerte, tú, Platero, feliz en
tu prado de rosas eternas, me verás detenerme ante los lirios amarillos que ha
brotado tu descompuesto corazón.
CXXXVII - PLATERO DE CARTÓN
Platero, cuando, hace un año,
salió por el mundo de Los hombres un pedazo de este libro que escribí en
memoria tuya, una amiga tuya y mía me regaló este Platero de cartón. ¿Lo ves
desde ahí? Mira: es mitad gris y mitad blanco, tiene la boca negra y colorada.
los ojos enormemente grandes y enormemente negros; lleva unas angarillas de
burro con seis macetas de flores de papel
de seda, rosas, blancas y amarillas mueve la cabeza y anda sobre una tabla
pintada de añil, con cuatro ruedas toscas.
Acordándome de ti, Platero, he
ido tomándole cariño a este borrillo de juguete. Todo el que entra en mi
escritorio le dice sonriendo: “Platero”. Si alguno no lo sabe y me pregunta qué
es, le digo yo: “Es Platero...”
Y de tal manera me ha
acostumbrado el nombre al sentimiento, que ahora yo mismo, aunque esté
solo, creo que eres tú y lo mimo con mis ojos. ¿Tú? ¡Qué vil es la memoria del
corazón humano! Este Platero de cartón me parece hoy más Platero que tú mismo,
Platero...
Madrid. 1915.
CXXXVIII - A PLATERO EN SU TIERRA
Un momento, Platero, vengo a
estar con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo...
Vengo solo. Ya los niños y las niñas son hombres y mujeres. La ruina acabó su
obra sobre nosotros tres—ya tú sabes—, y sobre su desierto estamos en pie,
dueños de la mejor riqueza: la de nuestro corazón.
¡Mi corazón! Ojalá el corazón
les bastara a ellos dos como a mí me basta. Ojalá pensaran del mismo modo que
yo pienso. Pero, no; mejor será que no piensen... Así no tendrán en su memoria
la tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de mis impertinencias.
¡Con qué alegría, qué bien te
digo a ti estas cosas que nadie más que tú ha de saber!... Ordenaré mis actos
para que el presente sea toda la vida y les parezca el recuerdo; para que el
sereno porvenir les deje el pasado del tamaño de una violeta y de su color,
tranquilo en la sombra, y de su olor suave.
Tú, Platero, estás solo en el
pasado. Pero ¿qué más te da el pasado a ti, que vives en lo eterno, que, como
yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de
cada aurora?
Moguer, 1916
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