viernes, 23 de noviembre de 2012

Literatura Venezolana



Rómulo Gallegos (* Caracas, 2 de agosto de 1884 - † Caracas, 5 de abril de1969) fue un novelista y político venezolano. Se le ha considerado como el novelista venezolano más relevante del siglo XX y uno de los más grandes literatos latinoamericanos de todos los tiempos, algunas de sus novelas como Doña Bárbara han pasado a convertirse en clásicos de la literatura hispanoamericana.
Ejerce el cargo de Presidente de Venezuela en 1948 por escasos nueve meses, y se convirtió en el primer mandatario presidencial del siglo XX elegido de manera directa, secreta y universal por el pueblo venezolano, y ha sido el Presidente de la República que ha obtenido el mayor porcentaje de votos a su favor en elecciones populares celebradas en el país en todos los tiempos, con más del 80% de la totalidad de los votos.


La hora menguada
—205_
I
-¡Qué horror! ¡Qué horror!
Clamaba Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el sufrimiento,
paseándose de un extremo a otro de la sala, impregnada todavía del dulce y pastoso aroma de
nardos y azucenas del mortuorio reciente.
-Ya me lo decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto por la muerte de
Adolfo. Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan ciega, tan cándida! ¿Cómo es posible
que no me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando? ¡Traicionada por mi propia hermana,
en mi propia casa!...
Amelia la oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento doloroso; sus ojos, que
un leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura, encarnizados por el llanto y por el insomnio,
seguían el ir y venir de la hermana con esa distraída persistencia del idiotismo. Parecía abrumada
por el horror de su culpa; pero no reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en el infortunio
que había caído para siempre sobre su vida.
Atormentada por los celos, trémula de indignación y de despecho, Enriqueta escarbaba con
implacable saña en aquella herida que era dolor de ambas, arrancándole las más crueles
confesiones a la hermana, quien las iba haciendo dócilmente con la sencillez de un niño,
llegando a un inquietante —206_ extremo de exageración cuando Amelia le confesó que era
madre.
¡Ella, que tanto lo deseara, no había podido serlo durante su matrimonio! ¿No era el colmo
de la crueldad del destino para con ella, que tuviese que amargar más aún, con el despecho de su
esterilidad su dolor y su ira de esposa ofendida, de hermana traicionada? ¡Esto sólo le faltaba:
tener de qué avergonzarse!
Al cabo la violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo rato,
desesperadamente; luego más dueña de sí misma y aquietada por el saludable estrago de su
tormenta interior, le dijo a la hermana con una súbita resolución:
-Bien. Hay que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el concepto de los demás. Nos
iremos de aquí, donde todo el mundo nos conoce y nos sacarían a la cara esta vergüenza. Nos
instalaremos en el campo hasta que tu hijo haya nacido. Y será mío. Yo mentiré y me prestaré a
la comedia para salvarte a ti de la deshonra... y...
Pero no se atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y para librarme yo de las
burlas de la gente. Porque en aquel rapto de heroica abnegación no podía faltar, para que fuese
humana, el flaco impulso de una pequeña pasión.
Amelia la oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que parecían haber olvidado
el llanto: su instinto maternal midió un instante la enormidad del sacrificio que se le exigía.
Respondió resignada:
-Bueno, Enriqueta. Como tú digas. Será tuyo.
II
Confundiéndolas en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de aquellas dos mujeres
que se veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.
—207_
Era un pugilato de dos almas atormentadas por el secreto, para adueñarse plenamente de la
del niño que era de ambas y a ninguna pertenecía.
-¡Mi hijo! ¡Mi hijito!...
Decía Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el anhelo maternal que
se desesperaba ante la evidencia de su mentira.
-¡Muchacho! ¡Muchachito!
Exclamaba Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer su orgullo materno
ostentando la verdad de su amor.
Y a medida que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que cada una llevaba
dentro del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente: Enriqueta siempre temerosa de que
Amelia descubriese algún día la verdad al niño; Amelia de continuo en acecho de las extremosas
ternuras de la hermana para superarlas con las suyas.
Por momentos esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en crisis de odio recíproco.
Acontecíales muy a menudo pasar días enteros sin dirigirse palabra, cada cual encerrada en su
habitación, para no tener que sufrir la presencia de la otra, y cuando se sentaban en la mesa o, por
las noches, se reunían en la sala en torno al niño que charlaba copiosamente hasta caer rendido
de sueño sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la criatura que hacía
las veces de intérprete entre ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura reunía sobre la
infantil cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una misma caricia;
bruscamente las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por duros gestos de encono, dejaban
escapar gruñidos que unas veces provocaban la hilaridad y otras la extrañeza del niño.
Pero la misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa situación no
tardaba en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus exasperados por el —208_
amor y roídos por el secreto. Bastaba que un donaire del niño sacase a las bocas endurecidas por
la pasión rencorosa, la ternura de una sonrisa; mirábanse entonces largamente, hasta que se les
humedecían los ojos, y reconociéndose mutuamente buenas y sintiéndose confortadas por el
sacrificio, olvidaban sus mutuos recelos, para decirse:
-¡Lo qué debes sufrir tú!
-Tú eres quien más sufre... y por mi culpa.
Eran momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus conciencias bajo la
forma de un pensamiento; pero que estaba allí, como el agua de los fondos, dándoles la
momentánea intuición de algo inefable que atravesara sus existencias revelando cuanto de divino
duerme en la entraña de la grosera substancia humana; instantes de una intensa felicidad sin
nombre que les levantaba las almas en una suspensión de arrobamientos. Eran sus horas de
santidad.
Y eran entonces los ojos del niño los que parecía que acertasen a ver mejor estos relámpagos
del ángel en las miradas de ellas, porque siempre que aquello aconteció, Gustavo Adolfo se
quedó súbitamente serio, viéndolas a las caras transfiguradas, con un aire inexpresable.
III
Así transcurrió el tiempo y Gustavo Adolfo llegó a hombre.
Mansa y calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras de aquellas dos
mujeres que eran para él una sola madre y en cuyas almas el fuego del sacrificio parecía haber
consumido totalmente las escorias del recelo egoísta y del amor codicioso. Pero un día -él nunca
pudo decir cuando ni por qué-, una brusca eclosión de subconciencia le llenó el espíritu de un
sentimiento inusitado —209_ y extraño: era como una expectativa de algo que hubiese
pasado ya por su vida y que, de un momento a otro hubiera de volver.
De allí en adelante aconteciole sentir esto muy a menudo, sobre todo cuando viniendo de la
calle, ponía el pie en su casa. En veces fue tan lúcida esta visión inmaterial que llegó a adquirir la
convicción de que toda su vida estaba sostenida sobre un misterio familiar, que él no podía
precisar cuál fuese, a pesar de que, en aquellos momentos, estaba seguro de haber tenido en él
inequívocas revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido de este sentimiento, que no se ocupaba
de analizar, cada vez que entraba en su casa deteníase en el zaguán, con el oído contra la puerta,
espiando el silencio interior, convencido de que algún día terminaría por oír la palabra que
descorriese el velo de su inquietante misterio.
Y la escuchó por fin.
A tiempo que él entraba en el zaguán oyó la voz airada de Enriqueta diciéndole a Amelia:
-Y si no hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría, porque Gustavo Adolfo
no te hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo de una culpa. Me traicionaste, me quitaste el
amor de mi marido...
-Pero te di mi hijo... ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no supiste tener. Me debes la
mayor alegría de una mujer: oír que la llamen madre. Y te la he dado a costa mía...
-¡Traidora!... Mala mujer...
-¡Estéril!...
IV
Han pasado años y años... Están viejas y solas... Gustavo Adolfo las ha abandonado... Se
revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación de su misterio —210_ y no volvió
más a la casa... Lo esperaron en vano, aderezado el puesto en la mesa, abierto el portón durante
las noches... ¡Ni una noticia de él! Tal vez había muerto...
Todavía lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de la casa les hacía
saltar los corazones... esperaban conteniendo el aliento, aguzados los oídos hacia el silencio del
zaguán... y pasaban largos ratos bajo las puertas de sus dormitorios que daban al patio en una
espera anhelosa... luego se metían de nuevo a sus habitaciones a llorar...
¡La vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de
sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a una se le cayó una
copa de las manos y la otra profirió una palabra dura. Así comenzó aquella disputa vulgar y
estúpida en la cual se fueron enardeciendo hasta concluir sacándose a las caras las mutuas
vergüenzas; y así terminó para ellas, de una vez por todas, la felicidad que disfrutaban en torno al
hijo común, y la santa complacencia de sí mismas, que experimentaban cuando medían el
sacrificio que cada una había hecho y se encontraban buenas.
Ahora las atormentaba la soledad... el silencio de días enteros, martirizándose con el inútil
pensamiento:
-¿Por qué se me ocurrió decir aquello?
-¡Dios mío! ¿Por qué no me quitaste el habla?
-¡Y todo por una copa rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió pronunciar!
-¡La hora menguada!...
Caracas, abril de 1919. 


Aquiles Nazoa (*Caracas, 17 de mayo de 1920 –† entre Caracas y Valencia, 25 de abril de 1976) fue un escritor, periodista, poeta y humorista venezolano. Hijo de Rafael Nazoa y Micaela González y hermano del también poeta Aníbal Nazoa. En su obra se expresan los valores de la cultura popular venezolana.
Estudió en la Escuela Federal Zamora hoy conocida como Escuela 19 de abril de la Parroquia San Juan. Pasó mucho tiempo en la calles de su parroquia y solía permanecer largo tiempo pensando en la Plaza Capuchinos.
Luego de ejercer varios oficios comenzó a trabajar en el diario El Universal como empaquetador. Después fue corrector de pruebas y paralelamente empezó a estudiar francés e inglés, lo que le permitió ser guía de turistas en el Museo de Bellas Artes. Fue corresponsal de El Universal en Puerto Cabello. Estuvo bajo arresto en 1940 por «difamación e injuria» al criticar a las autoridades del Municipio. Trabajó en Radio Tropical, tuvo una columna en El Universal titulada «Punta de lanza», y fue reportero del diario Últimas Noticias. Colaboró en el semanario El Morrocoy Azul y en el diario El Nacional, fue director del Verbo Democrático publicación de Puerto Cabello; fundó órganos jocosos como «La Pava Macha", «El Tocador de Señoras» y otros más. Escribió para la revista Sábado de Colombia y vivió un año en Cuba donde fue director de «Zig-Zag». En 1945, asumió la dirección de la revista Fantoches. El 7 de marzo de1950 nació en Caracas su hijo, el humorista Claudio Nazoa. En 1956 fue expulsado del país por el régimen de Marcos Pérez Jiménez, pero regresó en 1958.
Un poema suyo, «Polo Doliente» fue musicalizado por José Seves del grupo chileno «Inti Illimani». Otra obra suya, titulada «Importancia y Protección de la ñema de Colón» fue convertido en ópera bajo el título «Los Martirios de Colón» por el Maestro Federico Ruiz.
En 1976 Xulio Formoso grabó el álbum Levántate Rosalía basado en los poemas de uno de sus libros que a su vez ha pasado a ser una de las publicaciones más populares de Venezuela: «Humor y amor». Es el único disco dedicado enteramente a la obra poética de Nazoa.1
Nazoa obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en la especialidad de escritores humorísticos y costumbristas en 1948. También recibió en 1967 el Premio Municipal de Literatura del Distrito Federal, Premio al mejor libro publicado.
Falleció en un accidente automovilístico en la Autopista Caracas-Valencia el 25 de abril de 1976.

La Avispa Ahogada


La avispa aquel día, desde la mañana,
como de costumbre, bravísima andaba.
El día era hermoso, la brisa liviana;
cubierta la tierra, de flores estaba
y mil pajaritos los aires cruzaban.

Pero a nuestra avispa -nuestra avispa brava-
nada le atraía, no veía nada
por ir como iba, comida de rabia.

"
Adiós", le dijeron unas rosas blancas
y ella ni siquiera se volvió a mirarlas
por ir abstraída, torva, ensimismada,
con la furia sorda que la devoraba.

"
Buen día" le dijo, la abeja, su hermana
y ella que de furia, casi reventaba,
por toda respuesta, le echo una roncada
que a la pobre abeja, dejo anonadada.

Ciega como iba, la avispa de rabia,
repentinamente, como en una trampa,
se encontró metida, dentro de una casa.

Echando mil pestes, al verse encerrada,
en vez de ponerse, serena y con calma
a buscar por donde, salir de la estancia,
¿sabéis lo que hizo? ¡Se puso más brava!

Se puso en los vidrios, a dar cabezadas,
al ver en su furia, que a corta distancia
ventanas y puertas, abiertas estaban;
y como en la ira, que la dominaba
casi no veía, por donde volaba,
en una embestida, que dio de la rabia
cayó nuestra avispa, en un vaso de agua.

¡
Un vaso pequeño, menor que una cuarta
donde hasta un mosquito, nadando se salva!
Pero nuestra avispa, nuestra avispa brava,
más brava se puso, al verse mojada,
y en vez de ocuparse, la muy insensata,
de ganar la orilla, batiendo las alas
se puso a echar pestes y a tirar picadas
y a lanzar conjuros y a emitir mentadas.

Y así, poco a poco, fue quedando exhausta
hasta que furiosa, pero emparamada,
terminó la avispa por morir ahogada.

Tal como la avispa, que cuenta esta fábula,
el mundo está lleno, de personas bravas,
que infunden respeto, por su mala cara,
que se hacen famosas, debido a sus rabias
y al final se ahogan, en un vaso de agua.



Pedro Emilio Coll nació en Caracas, Venezuela el 12 de julio de 1872 y falleció en la misma ciudad el 30 de marzo de 1947. Fue unperiodista escritor, ensayista, político y diplomático fundador de la revista Cosmópolis. Se le reconoce como uno de los principales promotores del modernismo literario de Venezuela. Fue cónsul de Venezuela en Southampton entre 1897 y 1899 donde aprovechó para trabajar con la revista Mercure de France encargandose de la sección Letras Hispanoamericanas. En 1911 se le incorporó como Individuo de Número de la Academia de la Lengua y en 1934 ingresó como Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia.

EL DIENTE ROTO

Pedro Emilio Coll

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.

Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.

Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

—El niño no está bien, Pablo —decía la madre al marido—, hay que llamar al médico.

Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

—Señora —terminó por decir el sabio después de un largo examen— la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...

—¿Qué, señor doctor de mi alma? —interrumpió la angustiada madre.

—Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa— es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.

Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.

Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.

Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

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