Rómulo Gallegos (* Caracas, 2 de agosto de 1884 - † Caracas, 5 de abril de1969) fue un novelista y
político venezolano.
Se le ha considerado como el novelista venezolano más relevante del siglo XX y uno de los más grandes literatos
latinoamericanos de todos los tiempos, algunas de sus novelas como Doña Bárbara han
pasado a convertirse en clásicos de la literatura hispanoamericana.
Ejerce el cargo de Presidente de Venezuela en 1948 por escasos nueve meses, y se
convirtió en el primer mandatario presidencial del siglo XX elegido de manera directa, secreta y
universal por el pueblo venezolano, y ha sido el Presidente de la República que
ha obtenido el mayor porcentaje de votos a su favor en elecciones populares
celebradas en el país en todos los tiempos, con más del 80% de la totalidad de
los votos.
La
hora menguada
—205_
I
-¡Qué
horror! ¡Qué horror!
Clamaba
Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el sufrimiento,
paseándose
de un extremo a otro de la sala, impregnada todavía del dulce y pastoso aroma
de
nardos
y azucenas del mortuorio reciente.
-Ya
me lo decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto por la
muerte de
Adolfo.
Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan ciega, tan cándida! ¿Cómo es
posible
que
no me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando? ¡Traicionada por mi propia
hermana,
en mi
propia casa!...
Amelia
la oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento doloroso; sus
ojos, que
un
leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura, encarnizados por el llanto y por
el insomnio,
seguían
el ir y venir de la hermana con esa distraída persistencia del idiotismo.
Parecía abrumada
por
el horror de su culpa; pero no reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en
el infortunio
que
había caído para siempre sobre su vida.
Atormentada
por los celos, trémula de indignación y de despecho, Enriqueta escarbaba con
implacable
saña en aquella herida que era dolor de ambas, arrancándole las más crueles
confesiones
a la hermana, quien las iba haciendo dócilmente con la sencillez de un niño,
llegando
a un inquietante —206_ extremo de exageración cuando Amelia le confesó que era
madre.
¡Ella,
que tanto lo deseara, no había podido serlo durante su matrimonio! ¿No era el
colmo
de la
crueldad del destino para con ella, que tuviese que amargar más aún, con el
despecho de su
esterilidad
su dolor y su ira de esposa ofendida, de hermana traicionada? ¡Esto sólo le
faltaba:
tener
de qué avergonzarse!
Al
cabo la violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo rato,
desesperadamente;
luego más dueña de sí misma y aquietada por el saludable estrago de su
tormenta
interior, le dijo a la hermana con una súbita resolución:
-Bien.
Hay que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el concepto de los
demás. Nos
iremos
de aquí, donde todo el mundo nos conoce y nos sacarían a la cara esta
vergüenza. Nos
instalaremos
en el campo hasta que tu hijo haya nacido. Y será mío. Yo mentiré y me prestaré
a
la
comedia para salvarte a ti de la deshonra... y...
Pero
no se atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y para librarme
yo de las
burlas
de la gente. Porque en aquel rapto de heroica abnegación no podía faltar, para
que fuese
humana,
el flaco impulso de una pequeña pasión.
Amelia
la oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que parecían haber
olvidado
el
llanto: su instinto maternal midió un instante la enormidad del sacrificio que
se le exigía.
Respondió
resignada:
-Bueno,
Enriqueta. Como tú digas. Será tuyo.
II
Confundiéndolas
en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de aquellas dos mujeres
que
se veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.
—207_
Era
un pugilato de dos almas atormentadas por el secreto, para adueñarse plenamente
de la
del
niño que era de ambas y a ninguna pertenecía.
-¡Mi
hijo! ¡Mi hijito!...
Decía
Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el anhelo
maternal que
se
desesperaba ante la evidencia de su mentira.
-¡Muchacho!
¡Muchachito!
Exclamaba
Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer su orgullo materno
ostentando
la verdad de su amor.
Y a
medida que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que cada una
llevaba
dentro
del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente: Enriqueta siempre temerosa de que
Amelia
descubriese algún día la verdad al niño; Amelia de continuo en acecho de las
extremosas
ternuras
de la hermana para superarlas con las suyas.
Por
momentos esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en crisis de odio
recíproco.
Acontecíales
muy a menudo pasar días enteros sin dirigirse palabra, cada cual encerrada en
su
habitación,
para no tener que sufrir la presencia de la otra, y cuando se sentaban en la
mesa o, por
las
noches, se reunían en la sala en torno al niño que charlaba copiosamente hasta
caer rendido
de
sueño sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la
criatura que hacía
las
veces de intérprete entre ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura
reunía sobre la
infantil
cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una misma
caricia;
bruscamente
las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por duros gestos de encono,
dejaban
escapar
gruñidos que unas veces provocaban la hilaridad y otras la extrañeza del niño.
Pero
la misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa situación no
tardaba
en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus exasperados por el
—208_
amor
y roídos por el secreto. Bastaba que un donaire del niño sacase a las bocas
endurecidas por
la
pasión rencorosa, la ternura de una sonrisa; mirábanse entonces largamente,
hasta que se les
humedecían
los ojos, y reconociéndose mutuamente buenas y sintiéndose confortadas por el
sacrificio,
olvidaban sus mutuos recelos, para decirse:
-¡Lo
qué debes sufrir tú!
-Tú
eres quien más sufre... y por mi culpa.
Eran
momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus conciencias bajo
la
forma
de un pensamiento; pero que estaba allí, como el agua de los fondos, dándoles
la
momentánea
intuición de algo inefable que atravesara sus existencias revelando cuanto de
divino
duerme
en la entraña de la grosera substancia humana; instantes de una intensa
felicidad sin
nombre
que les levantaba las almas en una suspensión de arrobamientos. Eran sus horas
de
santidad.
Y
eran entonces los ojos del niño los que parecía que acertasen a ver mejor estos
relámpagos
del
ángel en las miradas de ellas, porque siempre que aquello aconteció, Gustavo
Adolfo se
quedó
súbitamente serio, viéndolas a las caras transfiguradas, con un aire
inexpresable.
III
Así
transcurrió el tiempo y Gustavo Adolfo llegó a hombre.
Mansa
y calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras de aquellas
dos
mujeres
que eran para él una sola madre y en cuyas almas el fuego del sacrificio
parecía haber
consumido
totalmente las escorias del recelo egoísta y del amor codicioso. Pero un día
-él nunca
pudo
decir cuando ni por qué-, una brusca eclosión de subconciencia le llenó el
espíritu de un
sentimiento
inusitado —209_
y extraño: era como una expectativa de algo que hubiese
pasado
ya por su vida y que, de un momento a otro hubiera de volver.
De
allí en adelante aconteciole sentir esto
muy a menudo, sobre todo cuando viniendo de la
calle,
ponía el pie en su casa. En veces fue tan lúcida esta visión inmaterial que
llegó a adquirir la
convicción
de que toda su vida estaba sostenida sobre un misterio familiar, que él no
podía
precisar
cuál fuese, a pesar de que, en aquellos momentos, estaba seguro de haber tenido
en él
inequívocas
revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido de este sentimiento, que no se
ocupaba
de
analizar, cada vez que entraba en su casa deteníase en el zaguán, con el oído
contra la puerta,
espiando
el silencio interior, convencido de que algún día terminaría por oír la palabra
que
descorriese
el velo de su inquietante misterio.
Y la
escuchó por fin.
A
tiempo que él entraba en el zaguán oyó la voz airada de Enriqueta diciéndole a
Amelia:
-Y si
no hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría, porque Gustavo
Adolfo
no te
hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo de una culpa. Me traicionaste, me
quitaste el
amor
de mi marido...
-Pero
te di mi hijo... ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no supiste tener. Me debes
la
mayor
alegría de una mujer: oír que la llamen madre. Y te la he dado a costa mía...
-¡Traidora!...
Mala mujer...
-¡Estéril!...
IV
Han
pasado años y años... Están viejas y solas... Gustavo Adolfo las ha
abandonado... Se
revolvió
del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación de su misterio —210_ y
no volvió
más a
la casa... Lo esperaron en vano, aderezado el puesto en la mesa, abierto el
portón durante
las
noches... ¡Ni una noticia de él! Tal vez había muerto...
Todavía
lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de la casa les hacía
saltar
los corazones... esperaban conteniendo el aliento, aguzados los oídos hacia el
silencio del
zaguán...
y pasaban largos ratos bajo las puertas de sus dormitorios que daban al patio
en una
espera
anhelosa... luego se metían de nuevo a sus habitaciones a llorar...
¡La
vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de
sacrificio,
dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a una se le
cayó una
copa
de las manos y la otra profirió una palabra dura. Así comenzó aquella disputa
vulgar y
estúpida
en la cual se fueron enardeciendo hasta concluir sacándose a las caras las
mutuas
vergüenzas;
y así terminó para ellas, de una vez por todas, la felicidad que disfrutaban en
torno al
hijo
común, y la santa complacencia de sí mismas, que experimentaban cuando medían
el
sacrificio
que cada una había hecho y se encontraban buenas.
Ahora
las atormentaba la soledad... el silencio de días enteros, martirizándose con
el inútil
pensamiento:
-¿Por
qué se me ocurrió decir aquello?
-¡Dios
mío! ¿Por qué no me quitaste el habla?
-¡Y
todo por una copa rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió
pronunciar!
-¡La
hora menguada!...
Caracas, abril de 1919.
Aquiles Nazoa (*Caracas, 17 de mayo de 1920 –† entre Caracas y Valencia, 25 de abril de 1976) fue un escritor,
periodista, poeta y humorista venezolano.
Hijo de Rafael Nazoa y Micaela González y hermano del también poeta Aníbal Nazoa.
En su obra se expresan los valores de la cultura popular venezolana.
Estudió en la Escuela
Federal Zamora hoy conocida como Escuela 19 de abril de la Parroquia San Juan.
Pasó mucho tiempo en la calles de su parroquia y solía permanecer largo tiempo
pensando en la Plaza Capuchinos.
Luego de ejercer
varios oficios comenzó a trabajar en el diario El Universal como empaquetador. Después fue corrector
de pruebas y paralelamente empezó a estudiar francés e inglés, lo que le
permitió ser guía de turistas en el Museo de Bellas Artes. Fue
corresponsal de El Universal en Puerto
Cabello. Estuvo bajo arresto en 1940 por «difamación e injuria» al
criticar a las autoridades del Municipio. Trabajó en Radio Tropical, tuvo una
columna en El Universal titulada «Punta de lanza», y fue
reportero del diario Últimas Noticias. Colaboró en el semanario El Morrocoy
Azul y en el diario El Nacional, fue director del Verbo
Democrático publicación de
Puerto Cabello; fundó órganos jocosos como «La Pava Macha", «El Tocador de
Señoras» y otros más. Escribió para la revista Sábado de Colombia y vivió un año en Cuba donde fue director de «Zig-Zag». En
1945, asumió la dirección de la revista Fantoches. El 7 de marzo de1950 nació en Caracas su hijo, el humorista Claudio Nazoa. En 1956 fue
expulsado del país por el régimen de Marcos Pérez Jiménez, pero regresó en
1958.
Un poema suyo, «Polo
Doliente» fue musicalizado por José Seves del grupo chileno «Inti Illimani».
Otra obra suya, titulada «Importancia y Protección de la ñema de Colón» fue
convertido en ópera bajo el título «Los Martirios de Colón»
por el Maestro Federico Ruiz.
En 1976 Xulio Formoso grabó el álbum Levántate Rosalía basado en los poemas de uno de sus
libros que a su vez ha pasado a ser una de las publicaciones más populares de
Venezuela: «Humor y amor». Es el único disco dedicado enteramente a la obra
poética de Nazoa.1
Nazoa obtuvo el Premio
Nacional de Periodismo en la especialidad de escritores humorísticos y
costumbristas en 1948. También recibió en 1967 el Premio Municipal de
Literatura del Distrito Federal, Premio al mejor libro publicado.
Falleció en un
accidente automovilístico en la Autopista Caracas-Valencia el 25 de abril de
1976.
La Avispa Ahogada
La avispa aquel día, desde la mañana,
como de costumbre, bravísima andaba.
El día era hermoso, la brisa liviana;
cubierta la tierra, de flores estaba
y mil pajaritos los aires cruzaban.
Pero a nuestra avispa -nuestra avispa brava-
nada le atraía, no veía nada
por ir como iba, comida de rabia.
"Adiós", le dijeron unas rosas blancas
y ella ni siquiera se volvió a mirarlas
por ir abstraída, torva, ensimismada,
con la furia sorda que la devoraba.
"Buen día" le dijo, la abeja, su hermana
y ella que de furia, casi reventaba,
por toda respuesta, le echo una roncada
que a la pobre abeja, dejo anonadada.
Ciega como iba, la avispa de rabia,
repentinamente, como en una trampa,
se encontró metida, dentro de una casa.
Echando mil pestes, al verse encerrada,
en vez de ponerse, serena y con calma
a buscar por donde, salir de la estancia,
¿sabéis lo que hizo? ¡Se puso más brava!
Se puso en los vidrios, a dar cabezadas,
al ver en su furia, que a corta distancia
ventanas y puertas, abiertas estaban;
y como en la ira, que la dominaba
casi no veía, por donde volaba,
en una embestida, que dio de la rabia
cayó nuestra avispa, en un vaso de agua.
¡Un vaso pequeño, menor que una cuarta
donde hasta un mosquito, nadando se salva!
Pero nuestra avispa, nuestra avispa brava,
más brava se puso, al verse mojada,
y en vez de ocuparse, la muy insensata,
de ganar la orilla, batiendo las alas
se puso a echar pestes y a tirar picadas
y a lanzar conjuros y a emitir mentadas.
Y así, poco a poco, fue quedando exhausta
hasta que furiosa, pero emparamada,
terminó la avispa por morir ahogada.
Tal como la avispa, que cuenta esta fábula,
el mundo está lleno, de personas bravas,
que infunden respeto, por su mala cara,
que se hacen famosas, debido a sus rabias
y al final se ahogan, en un vaso de agua.
EL DIENTE ROTO
Pedro Emilio Coll
A los doce años, combatiendo Juan
Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió
lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde
ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la lengua, Juan
tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar.
Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de
escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del
chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora
estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas
enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la
oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
—El niño no está bien, Pablo —decía
la madre al marido—, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al
diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma
de enfermedad.
—Señora —terminó por decir el
sabio después de un largo examen— la santidad de mi profesión me impone el
deber de declarar a usted...
—¿Qué, señor doctor de mi alma?
—interrumpió la angustiada madre.
—Que su hijo está mejor que una
manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa— es que estamos
en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre
de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo
precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan
acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco
de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan.
Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño
prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo.
Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del
orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz
del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes
comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros
abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en
tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación
de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar
el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres
trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas
meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el
diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue
diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República , cuando la
apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
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